domingo, 28 de enero de 2024

Cactus

 Junté cien fotos más y las guardé en un pendrive. No fue tan simple. Los respaldos de años anteriores están repartidos en devedés, en cidís, algunos con rayas importantes, al borde de la ilegibilidad. Por otro lado, hay dos discos duros externos que entre películas, música y un montón de archivos innecesarios guardan su resto de carpetas con miles de fotos. Revisar todo eso tomó un tiempo que tengo a mano pero que no pretendía utilizar de esta manera, lo que produjo ciertas sensaciones de hastío hacia esta tarea que inicialmente parecía tan prometedora.

Imprimí las primeras cien allá por diciembre. Tal vez los primeros días. Recuerdo que el proceso fue algo más simple, porque había varias fotografías clave que sí o sí debían estar. Este otro tomó su tiempo y ahora, mira la fecha que es, apenas lo retomó después de que pasaran tantas y tan pocas cosas en casi dos meses.

Guardé el pendrive en el bolso y salí a tomar la micro. Era media mañana. Me fui sentado junto a la ventana y sin darme cuenta ya estaba en el centro. Caminé hasta la tienda fotográfica y le pasé el pendrive a una de las niñas que atendían. Me dijeron que tardarían una hora en tener las fotos impresas. Vaya a darse una vuelta por ahí. Tómese un helado. Al lado venden barquillos, dijo alguien como si no fuera evidente. Sonreí, por supuesto.


Eran humanos moviéndose un poco más allá de los márgenes establecidos y eso en veces claro que es aterrador pero en otras ocasiones me impulsa a responder y asumir el riesgo.


Un poco más allá de los helados estaban los juegos. Eso no me lo dijeron, ya lo sabía. Pensaba en esto una vez fuera de la tienda, cuando ya no era una hora lo que faltaba sino casi lo mismo menos un par de minutos. Y dos pasos hacia el sur ya me tenían frente a una máquina de Miss Pacman, que yo siempre pensé como lo mismo que Pacman solo que con un moño, un par de stickers adicionales. No era tan así, al parecer. O al menos esa fue la impresión que me dio esa tarde, porque recordaba al detalle la dificultad que tomaba Pacman en el tercer nivel. El primero era accesible, ya tenía una estrategia diseñada, años atrás, para vencerlo. Un tanto más complejo era el segundo. Se abría la posibilidad de perder una vida. Perderlo todo, incluso. Pero así como estaba la posibilidad de perder, también era amplia la de ganar el nivel y avanzar. No así en el tercero, que no podía ser catalogado como otra cosa que una masacre segura para ese círculo amarillo que todos conocemos como Pacman. Miss Pacman, por otro lado, compartía los mismos rasgos del nivel uno con su predecesor, pero desde el dos en adelante ya se podían ver diferencias claras y notables que lo volvían, en apariencia, un juego más simple.

Waw, dijo un niño con su gorro hacia atrás mientras trataba de seguir mis veloces movimientos. Su vista iba de mis manos, que parecían líneas de colores zigzagueando por sobre los mandos de la máquina, hasta la pantalla, donde Miss Pacman eludía las curvas pronunciadas y a sus captores para atrapar las frutas y todos esos otros puntitos amarillos que quién sabe de qué están hechos. El niño, fascinado, hizo un gesto para llamar a sus amigos. Nunca había visto a alguien dominar de esa manera este juego arcaico. De hecho, nunca había visto a alguien jugar Miss Pacman. Sus amigos, al parecer, tampoco.

No vayas a pestañear, Junior, le dije a cualquiera de los cuatro cuando estaba a punto de avanzar al nivel cuatro, demostrando una confianza impropia en mí. Resultaba, claro, que llegué a pensar, cuando avanzaba sin problemas por el nivel tres, que la dificultad de las etapas venideras sería solo un poco mayor que las anteriores, producto de lo simple que me pareció esta primera parte. Nada más lejano de la realidad.

Cuando terminé el tercer nivel. Con honores. Cuando terminé el tercer nivel, con honores, miré hacia mi público, Junior y sus amigos, e hice un gesto soberbio, espoleándolos a que redoblaran la fuerza de sus aplausos. Fue cosa de segundos. Me sumergí en la banalidad y esa sensación de superioridad se apoderó de mi voluntad, buscando únicamente alimentarse de lo fácil, dando la espalda a todo eso que construyó mi éxito en Miss Pacman. El amigo de Junior, ese que tenía cara de mosca y andaba con un yo-yo hizo un movimiento brusco con sus manos, apuntando a la máquina y abriendo sus mil cuatrocientos ojos de forma desmesurada. En ellos vi el cuadro reflejado: la pantalla cuatro se desplegaba, los personajes tomaba posición y antes que pudiera poner las manos sobre los controles todo estaba en marcha. Los aplausos se transformaron en gritos de alerta y para cuando me di vuelta dos fantasmas ya estaban demasiado cerca, por lo que, antes de pensar en cómo abordar la resolución del nivel me concentré en mantener la vida por cuánto fuera posible.

Las vueltas. Las carreras. Las frutas. Las paredes que te transportan al otro lado de la pantalla. Todo era diferente. Acaso los fantasmas tenían un propulsor en el trasero o las frutas eran de la temporada pasada. Alguien habría puesto ladrillos en las paredes. No sé. Todo parecía diferente. Incluso Miss Pacman, quien se sentía ajena a su entorno y entendía que las tres vidas restantes no bastarían para explorar todas las variables de esta nueva realidad, tan extraña, tan perturbadora. Qué está pasando, dijo Junior asustadísimo al captar cómo cada nueva estrategia y ofensiva propuesta quedaba en nada. Los fantasmas, juro que esto pasó, en un momento se detuvieron a conversar. Rodeaban un grupo clave de puntos amarillos. Qué hacen, preguntó Junior sin poder apartar la vista de la pantalla y yo, con las manos temblorosas, le dije que deliberaban.

Están escogiendo de qué manera acabar con esto, Junior.


Cuando salí de la tienda las luces de la tarde se habían vuelto anaranjadas y las personas traspasadas por ellas encontraron refugio en sombreros de variadas formas. Me gustan los sombreros.


En la casa, esa noche, me puse a ver las fotos. La impresión era impecable. Por supuesto, un poco más caro que en otras tiendas, pero se notaba la calidad del trabajo que hacían. Me detenía un instante en cada foto antes de guardarla en el álbum. A veces escribía algo tras de ellas, como fechas o nombres, sensaciones e incluso un pequeño resumen de qué estaba pasando. Palabras simples. Para algunas fotos. La del paseo al río después de Año Nuevo. La de la cena navideña. La foto que sacamos en la pega para Fiestas Patrias. Otras se presentaban solas. Las miraba y sabía que no bastaba añadirles nada. Como la de nuestro primer aniversario o la del aeropuerto con DJ Méndez o la de ese día jugando Miss Pacman.


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