domingo, 24 de marzo de 2024

Recuento de algunos sueños

 

Anoche tuve tres sueños. No tengo tanta claridad sobre el orden de estos.

En uno, el más relevante a mi parecer, yo era parte de una especie de secta cristiana. Mi posición era de total sumisión e inferioridad respecto al resto de la comunidad. Algo así como un gusano pero con cuerpo de humano. Mi cuerpo. Y vestía ropas harapientas. Un poco más que las que uso habitualmente. Deambulaba por el lugar. Un espacio amplio en medio del bosque, rodeado por altas paredes que emulaban una estructura medieval. En el centro había una catedral que a pesar de su tamaño normal era imponente. Las casas a su alrededor eran pocas. Todas muy pulcras. Yo seguramente vivía en una bodega con piso de tierra, pues, repito, estaba en la parte más insignificante de la escala social.

Entonces pasaba que entraba en la catedral. Se celebraba una ceremonia que reunió a una multitud. Muchas sino todas las personas de la comunidad habían asistido. Reconocía sus ropajes, las vestimentas tradicionales, tan distantes a la mugre que cubría mi persona. Me sentía aplastado. Algunos símbolos cristianos y colores fáciles de reconocer. Entonces uno de esos personajes me hacía un gesto y yo entendía que tenía que participar. Tenía una vela a mi alcance y sabía lo que debía hacer, pero no quería. Pronto la multitud dirigía su mirada juiciosa hacia mí y me sentía presionado a obrar, por lo que terminaba cediendo y llevaba la vela a mi barba, casi convencido de que era lo correcto. Lo que debía hacer. Entonces cuando esta se empezaba a quemar y se me hacía complicado atenuar las llamas, me empezaba a preocupar y mi alarma pronto se convertía en movimiento. Agitaba los brazos y empezaba a correr por el lugar. Alteraba el orden. Supongo que mi incineración era lo previsto y que cualquier resistencia que opusiera, por tanto, era al menos cuestionable. Las miradas juiciosas se repetían. Y se multiplicaban cuando tomaba un cáliz y desparramaba el vino sobre mi barba. Ahí algo decía. Gritaba, tal vez. Transmitía mi malestar con toda la violencia verbal que permitía mi limitado vocabulario. Y huía.

Salía de la catedral y me echaba a correr. Saltaba el muro y pronto me encontraba corriendo a toda velocidad por el bosque, con el miedo constante de ser alcanzado. Esta fue la mejor parte del sueño. Adrenalina pura. El sendero se volvía angosto. Los árboles espesos. Todo se sucedía a máxima velocidad. La distancia recorrida se contaba en kilómetros y el tiempo se estiraba y yo era incapaz de medirlo.

Pronto me encontraba en una ciudad y seguía corriendo. El espacio había cambiado. Una ciudad tercermundista y moderna. Los márgenes de Concepción, Santiago o Temuco. Calles sucias, olor a rancio. Una sensación de constante peligro. Había bajado mi ritmo. Caminaba mientras observaba. Buscaba un callejón. Un lugar donde estar. Un par de vagos reconocieron algo extraño en mí y comenzaron a seguirme. Supuse que me querían asaltar. En algún callejón roñoso los encaré. Noté que uno se había perdido en el camino, pero el otro, escuálido, me miraba con sorpresa. Lo miré con una expresión agresiva y ahí terminó el sueño.

En otro sueño iba al circo. Estaba acompañado de varias personas de realidades distintas. Gente que no se conoce entre sí pero que en el sueño compartían como si fueran amigos de toda la vida y me acompañaban en el inicio del show. Entonces, no sé cómo, de repente me encontraba en el escenario con una ilusionista que explicaba lo arduo que sería realizar un truco con una argolla y un gancho. Yo tenía el gancho en la mano. La argolla estaba en el suelo de tierra, cubierta con algunas piedras. La ilusionista era sospechosamente parecida a una mujer que conozco hace algunos años. Lo que yo entendía es que me utilizaba para ejemplificar el valor de lo que ella, tras mis intentos fallidos, terminaría haciendo. Pero resultó que en mi primer intento lograba enganchar la argolla y levantarla, para el asombro de la ilusionista y las risas del público. Yo incluido. Y de ahí a lo siguiente no había transición. En un tris me encontraba caminando por una feria de variedades y riéndome de la situación, acompañado de los que fueron y los que son.

Del otro no guardo ningún recuerdo. 

domingo, 10 de marzo de 2024

Pradera

 

Una vez que consiguió dinero, bastante dinero, creyó que el asunto estaba terminado, pero un día se vio caminando por su quinta, escopeta en mano acompañado de los vigorosos perros, y cuando las nubes empezaron a moverse veloces para esconder los últimos rayos del sol de ese verano se preguntó si realmente había estado en lo correcto.

Puede que no, pensó esa noche.

El viento movía los árboles. Otras veces había sido así y no tuvo problema en conciliar el sueño, pero aquella vez incluso sintió algo de temor.

Los días siguientes no aclararon el panorama.

Las noches tampoco.

Tuvo sueños perturbadores. Antes soñaba con un amor de juventud. Se veía en situaciones cotidianas, pero con ella a su lado, como si esa historia nunca hubiera acabado de verdad. Le confortaba pensar que su mundo onírico era un espejo del que construía Pina y que cada tanto se encontraban allí, permitiéndose vivir lo que correctamente se destruyó en su momento para edificar nuevas historias. Así pasa a veces, le dijo el tipo que cada tanto lo visitaba solo para entregar la correspondencia y que terminaba pasando tardes enteras compartiendo con el viejo soñador. Y pasa que tienes pesadillas, le preguntó entonces. Claro, pero no como estas que me cuentas.

Otras veces soñaba con su juventud. Con la mujer que amó los últimos años o con sus hijos. Con sus perros que corrían libremente por las praderas persiguiendo algún conejo esquivo. Travieso.

Pero ahora soñaba con una casa que se caía a pedazos. Noche tras noche. Y luego se preguntaba cómo era que su subconsciente se había vuelto tan explícito. Ese era el verdadero misterio.

Lo visitaron sus hijos. Vinieron también los nietos. Fin de semana de campo. El lugar se animaba por unos instantes. Conversó con los mayores durante la mañana silenciosa mientras trozaban el pan amasado con las manos y trató de ser lo más claro posible en la transmisión de sus ideas porque entendía lo complejo que podía resultar para ellos procesar esto que se contradecía con todo lo que repitió por años y años hasta el punto que quedó grabado en la memoria de sus hijos al punto de condicionar la mayor parte de su vida.

Bastaba con ver las camionetas.

Cuando todo acabó, conversaban entre ellos. Se enviaban mensajes y se preguntaban si acaso el viejo estaba perdiendo la razón. Quizás es algo propio de la edad y del aislamiento.

El abismo parecía más profundo cada día.