domingo, 10 de marzo de 2024

Pradera

 

Una vez que consiguió dinero, bastante dinero, creyó que el asunto estaba terminado, pero un día se vio caminando por su quinta, escopeta en mano acompañado de los vigorosos perros, y cuando las nubes empezaron a moverse veloces para esconder los últimos rayos del sol de ese verano se preguntó si realmente había estado en lo correcto.

Puede que no, pensó esa noche.

El viento movía los árboles. Otras veces había sido así y no tuvo problema en conciliar el sueño, pero aquella vez incluso sintió algo de temor.

Los días siguientes no aclararon el panorama.

Las noches tampoco.

Tuvo sueños perturbadores. Antes soñaba con un amor de juventud. Se veía en situaciones cotidianas, pero con ella a su lado, como si esa historia nunca hubiera acabado de verdad. Le confortaba pensar que su mundo onírico era un espejo del que construía Pina y que cada tanto se encontraban allí, permitiéndose vivir lo que correctamente se destruyó en su momento para edificar nuevas historias. Así pasa a veces, le dijo el tipo que cada tanto lo visitaba solo para entregar la correspondencia y que terminaba pasando tardes enteras compartiendo con el viejo soñador. Y pasa que tienes pesadillas, le preguntó entonces. Claro, pero no como estas que me cuentas.

Otras veces soñaba con su juventud. Con la mujer que amó los últimos años o con sus hijos. Con sus perros que corrían libremente por las praderas persiguiendo algún conejo esquivo. Travieso.

Pero ahora soñaba con una casa que se caía a pedazos. Noche tras noche. Y luego se preguntaba cómo era que su subconsciente se había vuelto tan explícito. Ese era el verdadero misterio.

Lo visitaron sus hijos. Vinieron también los nietos. Fin de semana de campo. El lugar se animaba por unos instantes. Conversó con los mayores durante la mañana silenciosa mientras trozaban el pan amasado con las manos y trató de ser lo más claro posible en la transmisión de sus ideas porque entendía lo complejo que podía resultar para ellos procesar esto que se contradecía con todo lo que repitió por años y años hasta el punto que quedó grabado en la memoria de sus hijos al punto de condicionar la mayor parte de su vida.

Bastaba con ver las camionetas.

Cuando todo acabó, conversaban entre ellos. Se enviaban mensajes y se preguntaban si acaso el viejo estaba perdiendo la razón. Quizás es algo propio de la edad y del aislamiento.

El abismo parecía más profundo cada día.


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