miércoles, 20 de julio de 2022

Apuntes sobre la lectura de Harry Potter

En algún momento de las vacaciones fuimos a una charla por la Feria del Libro que celebraba la U de Conce. Se había hecho otros años, pero este me pareció muy buena. Varios compartían esta apreciación. La oferta de libros, claro, no tenía nada especial, pero la variedad de actividades lo compensaba. En una de ellas alguien habló sobre Harry Potter y lo relevante que había sido en la construcción de nuevos lectores, como se dice siempre: una puerta de entrada a la literatura. Hablamos sobre esto con Lilana mientras hacíamos fila a la espera de que nos tomaran la temperatura o algo así. Quizás yo puse el tema. No lo sé. Le dimos varias vueltas. Tanto optimismo veraniego me llevó a creer en la idea de que Harry Potter era un texto importante. La imagen de niños acampando fuera de una librería, ansiosos por el lanzamiento de un libro de setecientas páginas, me colmaba el corazón.

Algunos días después de eso compré una versión pirata de Harry Potter y la piedra filosofal. Mi idea era tenerla como una lectura secundaria. Por entonces avanzaba en Vicio Propio, la primera novela que leía de Pynchon, y me tenía contra las cuerdas. Enganchaba, pero era muy demandante. Por otro lado, así como lo creía, Harry Potter sería como ver Las Chicas Superpoderosas, un descanso para la mente.

En poco tiempo había concluido la lectura y me pareció entretenida. Cumplió con lo que esperaba, pero me dejó con ganas de más. Y como sabía que lo había, fui por el segundo libro, que por esas casualidades estaba en mi casa. En una de las purgas que se hizo en Biblioteca Viva, tantos años atrás, elegí llevarme, entre varios otros, esa copia destartalada de La cámara secreta. Original, esta vez. Una lectura realizada más rápido que la anterior, pero que me pareció de menor valor.

Los meses siguientes, ya de vuelta en la pega, seguí con los otros libros. Tuve ciertas dudas por la calidad de la segunda novela, pero pesó más el saber que había asuntos irresueltos en la vida de Harry Potter. El Innombrable comenzaba a ganar fuerza y los personajes secundarios, también. El mundo mágico se volvía más nítido y cada inmersión al texto permitía conectar con una realidad que arrastraba historias de décadas y hasta siglos, que uno descubría al mismo tiempo que los personajes.

Antes de que se conviertiera en una lectura protagonista, dejando de lado su estatus de Chicas Superpoderosas, hay un par de eventos que rescato.

Un sábado, leyendo los capítulos finales del tercer libro, sentado en el patio, me corrió una lágrima cuando la mamá de Ron abrazó a Harry, que venía de salvar raspando de la muerte y se recuperaba como un campeón en la enfermería de Hogwarts. Se describía el calor del gesto, el cariño que le transmitió la señora Weasley y las emociones de Harry, que nunca había recibido afecto de una figura materna. A los días le conté de esto a una de mis estudiantes, fanática de la saga, y me advirtió que me preparara para lo que se venía.

Cuánta razón tenía.

Luego de terminar los libros trataba de ver las películas. La primera me pareció bien. La segunda me fue imposible de terminar. La tercera, a pesar de alejarse de la historia, estaba muy bien. La cuarta era indigerible. La dejé como a la mitad y no avancé más en esta dinámica.

El quinto libro, así también, marcó el cambio de categoría de esta lectura. Hasta entonces, sumaba como lecturas principales: Skyppi muere, de Paul Murray, unos ensayos de Franzen, otros de Easton Ellis y otros de Sarlo, una novelita que se llamaba La vida verdadera y la biografía de Douglas Tompkins. Pero para cuando llegué a La orden del Fénix, cambió la cosa. Esto fue como en mayo. Recuerdo haber ido al Sodimac a buscar unas herramientas y aproveché de pasar a la Antártica. Era viernes o sábado y, por primera vez, compré una edición cotota. Leí los libros tres y cuatro en ediciones originales, pero de bolsillo. Este otro, por su extensión cercana a las mil páginas, lo conseguí en tapa dura y lo traté con afecto. Tanto que se convirtió en lectura protagonista.

En el sexto murió Dumbledore. La historia agarraba, a ratos, una velocidad trepidante. Conversamos de esto con mi estudiante. Ella me dijo que era uno de sus personajes favoritos y que cuando leyó esa parte no pudo parar de llorar. Profesor, decía, me caían las lágrimas. A mí no me cayó ninguna, pero la entendí. Ya sabía que eso iba a pasar, pero no cómo. Para ella, en cambio, todo había sido descubrimiento y sorpresa. Envidiable.

Hablamos sobre nuestros personajes favoritos. Ambos le hacíamos barra a Hermione. A mi me gustaba Neville, a ella Dumbledore. Yo sentía cierta simpatía por la profesora Trelawney, pero ella no la pasaba. No recuerdo que hayamos comentado algo sobre Luna.

Esa es una de las gracias de la saga. Tiene muchos personajes, por lo que no es necesario conectar con el protagonista para desear que Hogwarts no caiga o que El señor de las tinieblas detenga sus actos criminales. Basta con un tris de afecto hacia uno de ellos para que, a medida que la historia avance, crezca y se vuelva un compromiso.

Mientras duró la lectura del último libro, llegó el invierno. La saga duró tres estaciones. Días lluviosos, helados. Horas de lectura cerca de la estufa y luego, cuando se vislumbraba el final, una dosificación necesaria. Consciente de que no tardaría más de dos horas en terminar el libro, y eran recién mediodía, lo dejé a un lado.

Esos días, Lilana constantemente me preguntaba si había terminado el libro. Había visto mis vaivenes emocionales y, según cuentan, quería echarme una mano en esta parte del proceso. Yo la iba actualizando: murió la lechuza, murió Ojoloco, murió Dobby. Fotografiaba algunos pasajes y se los enviaba. Me quedan setenta páginas. Ese Snape es el héroe más grande de la historia. Cincuenta. Neville tiene tres docenas de huevos. Ya casi estamos. Después de un hermoso momento en el despacho de Dumbledore, recibiendo los aplausos de todos los directores de Hogwarts, se cerraba el capítulo y tras una significativa página en blanco un salto al futuro.

Dentro de lo mucho que hay por rescatar de ese último libro, destaco el episodio en que Dursley se despide de Harry. Durante toda la saga se mostró la relación de este último con su primo como conflictiva, siendo Harry constantemente sometido a vejámenes por sus tíos y siendo objeto de burla para su primo. Dursley, o alguien de su familia, siempre terminaba ridiculizado. Se esbozaba una pizca de justicia poética ahí. Pero no llegaba a cambiar la dinámica, que libro tras libro se repetía, llegando a niveles absurdos. Solo por nombrar, una navidad Harry recibió como regalo de su tío una servilleta usada. En el último libro, en cambio, Dursley avanza, pues de eso se trata el texto. Mientras evacúan a la familia de su casa, los tíos mantienen una actitud hosca hacia Harry, lo que llama la atención de quienes acompañan al mago. Este les advierte que así es como se llevan, que no se preocupen, porque para ellos Harry era una molestia, o no valía nada, algo así. Entonces Dursley, temblando y a sus maneras primitivas, le aclara que para él no era así. Que para él sí valía algo, pues le había salvado la vida.

De eso se trata el texto, de moverse hacia adelante. Los personajes entienden de sus errores, se redimen. Harry es un paquete durante cientos de páginas, pero a punta de porrazos va entendiendo. Así también sus compañeros. Y quienes no, pagan. El condoro del Innombrable fue que nunca avanzó de esa idea que lo acompañó desde el primer libro: lo único que importa es el poder. De haber sido un poco menos intransigente, Harry ahora sería huesos y ceniza, y tal vez uno como lector habría sido más compasivo y hasta habría apoyado al dictador. Porque no es tan difícil hacerlo, pero ahí la autora fue un poco más viva y, además de armar un ejército de personajes carismáticos alrededor de Harry, quitó cualquier rasgo de humanidad de El que no debe ser nombrado al momento de construirlo. Un Hitler en esteroides.

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