martes, 13 de abril de 2021

Sobre los libros

Anoche sentí ganas de leer El libro de los amores ridículos y esta tarde lo busqué. Años atrás me habían regalado una copia en la edición de Tusquets, esa que tiene infinitos cuadrados negros y blancos y que dependiendo del día parece elegante o ridícula. No así su interior. Siempre me ha gustado la suavidad del papel y la tipografía presentada, tanto en su forma como tamaño. Por supuesto, no era eso lo que me motivó a buscar el libro. En el texto de Kundera abunda el humor y después de terminar The office me quedó un vacío en la despensa de tallas que se ha vuelto difícil de abarrotar.

La búsqueda del libro duró veinte minutos. Tras dar la vuelta a todos los rincones de la casa llegué a la conclusión de que ya no lo tenía. Eso era seguro. Aquí no estaba y era una lástima, porque quería leerlo en papel. Antes de sumirme en la autocompasión, rastreé en mi memoria cuál podría ser el eventual paradero del libro de los amores ridículos. En qué momento de los últimos años se lo habré prestado a alguien y quién era ese alguien, entendiendo la posibilidad de que su desaparición se conectara a un evento de este tipo.

Esa fue otra pesquisa infructuosa.

Tengo un mapa mental claro.

Medianamente claro.

Tengo un mapa mental medianamente claro de los libros que he prestado. Sé donde está Sumisión. Sé donde está el de Pron y el de Carr. Donde está esa edición bonita de Camus, el de la vida literaria de Pinocho, las dos copias de los detectives y, por supuesto, dónde está esa maravilla de novela escrita por Paul Auster que todos conocemos como El libro de las ilusiones y que tiene esta imagen tan bella entre el protagonista y su novia de juventud donde él le confiesa, después de tantos años separados, que la había recordado durante cada uno de todos los días de su vida.

Varios de esos libros peregrinos no van a volver y está bien. Lo tengo claro. No me aproblema. Es un trato justo por los que están acá y tampoco regresarán a su tierra de origen. Por Sumisión está el de Hertha Muller. Por el de Pron, Estrella distante. Ese cubre varios, porque es muy entretenido. Por los demás están el de Svetlana, que por marcador tiene una entrada de 2015 al un Oktoberfest en Malloco. Doble botín. A ese le sumamos Viaje al final de la noche, Nieve, Lolita y esa joya de libro sobre modelos de papiroflexia.

Uno por otro se equilibra la balanza.

Esas son algunas de las conclusiones que saqué tras la búsqueda. Lo que no me quedó claro y terminó llevándome a escribir este texto es la extraña presencia de una rosada copia de Joven y alocada. Ahí estaba, cara de palo al lado de Marta Brunet, y tan evidente que lo ocurrido después de revisarlo fue más extraño todavía.

No tengo registros memorísticos del evento que terminó con esta copia de Joven y alocada en mi colección. Estoy seguro, por completo, de que no lo compré, así como tengo la certeza de que no lo tomé de la biblioteca. De dónde vino resultó, hasta ahora, un misterio, y las pistas para esclarecerlo son pocas. En la primera página tiene dos marcas de timbre. La primera se nota fue realizada con descuido. Las letras se ven corridas, borrosas y cortadas. La segunda vez que estamparon el timbre lo hicieron con decisión. Apretaron contra el papel, imprimiéndole fuerza al gesto, y el resultado, pulcro, permiten inferir quién es la dueña original de este libro y a qué se dedicaba.

Es un nombre simple, un par de consonantes y las vocales de siempre. Los apellidos no tanto, en especial el segundo, que lo he visto escrito de esa forma solo un par de veces. Más allá de esto, claro, está el tema de quién es esta mujer. Ni su simple nombre ni sus apellidos curiosos me suenan. No hay una sola referencia en mi historia de alguien llamado así. Puede ser que cuando el libro transitó entre ella y yo hubieran uno o más intermediarios. El nombre de ese o esos intermediarios es otro misterio, tal como las circunstancias en que llegó a mi.

Hay un libro en mi colección que tiene una historia en la que de alguna forma debo haber participado. No recuerdo esa historia, y es, primero, una pena que sea así. Debe pasar también que en la historia de esos libros que presté se esté perdiendo mi nombre en una nebulosa superposición de imágenes donde los recuerdos se mezclan con la imaginación y los sueños, hasta que se hace imposible regresar a ese fragmento del pasado en que el libro cambió de manos. Es una pena, primero, pero es, luego, conmovedor pensar en los caminos que transitarán esos libros peregrinos. Las vueltas que darán tras perder su origen para construir todo tipo de historias. Historias que ojalá lleguen más allá de nuestro tiempo y produzcan a otros el mismo placer que siento yo al armar estos parrafitos.

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