domingo, 6 de diciembre de 2020

Char (2 de 3)

 Fue escandaloso. Un momento que casi acaba con la competencia y, por supuesto, con nuestra amistad.
Al preguntarle asumió inmediatamente la responsabilidad, no lo negó en ningún momento. Dijo, lleno de vergüenza, que extrañaba mucho los memes. Llevaba tres días usándola. Aceptaba, por supuesto, la sanción que las reglas señalaban, eso le parecía correcto. No así a mí, que esperaba un castigo adicional por el hecho de ocultar información valiosa. Para entonces Char lideraba con cierta ventaja. Si era sancionado, según reglamento, perdía el primer puesto pero sin alejarse mucho. Si añadía una sanción adicional por romper el sistema de honor, ya la distancia se podía volver tan grande que yo podría haber pasado hasta dos semanas tranquilamente liderando. Así que lo discutimos. Y dejamos de lado la
amistad y nos entrampamos en la exposición de cuestionables argumentos que muchas veces se escapaban del punto central -la asquerosa forma en que Char había mancillado el sistema de honor- y dejaban ver, en su debilidad intrínseca, las verdaderas intenciones de cada uno.
Uff. Fue una época breve, pero muy intensa. No llegamos a acuerdo en una sanción adicional y, con rabia, asumimos que el sistema de honor ya no corría. Nos desconfiamos de todo y por momentos pensamos en abandonar la competencia, sin llegar a hacerlo porque, evidentemente, el primero que se retiraba perdía de forma inmediata. Yo empecé a mentir en mis números, es justo confesarlo. Descargaba el informe diario de la aplicación y lo modificaba con el Paint antes de enviarlo al drive donde llevábamos la cuenta de los puntajes. Y sospechaba que Char hacía lo mismo, así que descargaba sus informes y los revisaba a detalle. Me acuerdo haberle pedido a nuestro socio, Cups, que se maneja en esto del diseño y las artes, que revisara los archivos de Char para ver si habían sido modificados. Necesitaba al menos un pequeño evento para llevarlo nuevamente al tribunal de disciplina: con el antecedente del caso de la cuenta secreta no tendría como eludir una sanción. Por supuesto, no encontrábamos fallo en sus reportes -posiblemente Cups ni los miró-. Y él tampoco en los míos, que seguramente también veía con recelo, pues los números cada vez eran más exagerados, porque, es necesario decirlo, esperaba secretamente que me acusara de tramposo, de malhechor, de falto de honor, para que volviéramos a la discusión que inició esta seguidilla de malas noches y sufrimiento innecesario.

Pero no pasó. Al final llegamos a un punto en que las trampas se volvieron más ridículas y, contrariamente a lo que se podría esperar, le quitaron gracia a la competencia. Él había perfeccionado su sistema de pagos y tenía contratadas a cuatro personas para que me llamaran durante cierta cantidad de tiempo a la semana. Les pagaba un sueldo y les ofrecía bonos en caso de superar una buena cantidad de mensajes o minutos al teléfono. Incluso había un incentivo bastante suculento para la persona que lograra llevarme nuevamente a cualquier red social. Yo, un poco más rústico, había conseguido una caja con chips, los que usaba en un teléfono viejo, desde donde lo llamaba a diario, haciéndome pasar por encuestador, por el banco, por Fundación Paz Ciudadana o cualquier otro tipo de institución que le robara un poco de tiempo. A veces le mandaba mensajes no más, del tipo sigue este enlace para ver algo sorprendente, o haciéndome pasar por algún conocido y diciéndole que había cambiado el número y que lo iba a llamar prontamente. Cada desbloqueo, cada segundo leyendo un texto o llamada respondida, era un pequeño triunfo. Y en eso nos fuimos, hasta agotarnos y, sin trucos de por medio, terminamos asumiendo que el asunto se estaba poniendo muy denso y poco a poco perdía su brillo.

Entonces, tras una sentida reflexión, Char se lamentó de haber roto el código de honor. Si no hubiéramos estado tan lejos, el abrazo habría sido apretado y emotivo.

Pero estábamos relejos. Pasaron semanas que se volvieron meses y que transformaron la competencia, la que, más allá de las formas que adoptó, funcionó como esperábamos que lo hiciera. Si el final de la época oscura estuvo marcado por ese abrazo que nunca se concretó, el inicio de la época mística se puede situar justo en el momento en que termina este enlace ficticio, esta forma de afecto imaginaria, es decir, cuando nos desenlazamos y, tras agachar un momento la cabeza, volvemos la vista al frente y nos damos cuenta que hay algo que ha cambiado. Dejamos de usar el teléfono, nos dijimos. Y, por ahí, dejamos de hablar.

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