domingo, 5 de julio de 2020

Char (1 de 3)

Tan podridos estábamos del teléfono, esos días del encierro, que nos inventábamos desafíos para despegarnos de él.. Las primeras semanas competimos por quien pasaba más tiempo sin usarlo, dejando que esta aplicación que descargamos se encargara de medir nuestras fuerzas. Nuestra voluntad expresada en horas de uso o abstención. Char creó su sistema y por esa vez funcionó: utilizaba una caja de zapatos para guardar el teléfono y no lo sacaba hasta que oscureciera. Se quedaba horas frente a la ventana esperando que el sol se ocultara tras los edificios que tapaban la panorámica de esta pequeña ciudad agrandada. Si hubiéramos llevado un conteo de puntos, Char lideraría con facilidad en ese primer tramo, y yo no lo hubiera alcanzado hasta el inicio de mayo, cuando el cambio de hora y la llegada prematura de la noche causara estragos en su truco.
Pero no se nos ocurrió lo de sumar puntaje hasta que había pasado más de un mes.
Esta primera parte de la competencia, que ahora llamamos la época primitiva, nos sirvió para establecer ciertas reglas básicas que permitieron ordenar y darle y darle propiedad a los desafíos que se sucedieron los meses siguientes. Alcanzamos acuerdos fructíferos y establecimos una serie de reglas que, bajo el sistema de honor, otorgaron el color suficiente a la primera parte de nuestra historia: las ocho semanas de competencia sana -la época clásica-; a la segunda parte: las semanitas de trampas y traiciones -la época oscura- y a la tercera, la que vivimos estos mismos días -el renacimiento, según Char, la época mística, según yo-.

Char es buena persona. Nos conocimos en la feria, varios años atrás. Me acuerdo que estaba en el puesto de su papá y yo le pregunté qué era esa verdura, porque nunca había visto una romanesca. Y ahí me contó que era como la coliflor. Le compré una y a la semana siguiente, otra. Echamos la talla un par de veces y después, cosas del azar, nos volvimos a topar en otros lados. Más vueltas no se le puede dar a esa parte de la historia. La gente conversa, encuentra ideas que se pueden compartir con gusto y descubre, si se da la posibilidad, que hay materiales en su espíritu que parecen similares. Con un poco de suerte se miran a los ojos un buen rato y si lo que se encuentra más allá de los colores profundos del iris reconforta, no hay mucho más que pensar. Para qué complicarse tanto la vida, digo yo.

Los mensajes que mandaba, cuando recién empezó el encierro, eran brutales. O diminutos o extensísimos. Con pausas de horas en medio o sin frenos, reflejo de una escritura frenética. Estaba fuera de control. Y yo también, para qué mentir. Pero trataba de mostrarme más calmado, y tras horas de tomar mate y jugar sudokus marcaba su número de teléfono y le hablaba por largo rato. Conversábamos de las noticias que habíamos visto, que no eran tantas, de las tallas que había en la internet o las películas que pasaban en el cable. Como si nada estuviera pasando. Me contaba sus dramas amorosos y yo matizaba sus historias llenas de épica con mis anodinos relatos, que parecían tomados de un volumen que antes de ser publicado pasó por las manos de una docena de los censores más conservadores que se podía encontrar. Igual nos reíamos, en todo caso. Porque es gracioso, ahora que lo pienso.
Despierto todos los días con dolor de cabeza, me escribió una vez. Y puede que ese haya sido el momento en que nos decidimos a competir.

Durante la época clásica tuvimos una competencia implacable, con reglas que cada vez eran más complejas y llevaban a desafíos que se veían ridículos, pero que ahora me parecen tan sensatos. Al principio le otorgamos distintos valores al tiempo según cómo fuera utilizado: un segundo utilizado en llamada valía un segundo, pero el mismo segundo utilizado en mensajería valía dos, en navegación, tres, y en redes sociales, cuatro. Cada desbloqueo de pantalla añadía un segundo extra al conteo final. Y un segundo, al final del día, era un punto. El objetivo, por supuesto, era sumar la menor cantidad de puntos. Y así nos íbamos, sacando estadísticas, buscando estrategias para reducir el uso e intercambiándonos el primer lugar cada dos o tres días. Sacábamos la cuenta de cuántos puntos podíamos acumular para no perder la posición, a la espera, claro, de que el otro sumara una media razonable. Unas veces nos sorprendíamos de la eficiencia y otras los porrazos, que eran profundos y dolorosos. Podíamos pasar de distancias gigantes a otras milimétricas, de liderazgos indiscutidos a caídas vergonzosas.
Para Char la época clásica fue nuestro mejor tiempo. Y sí, la pasamos súper bien.
Incluímos en un momento las bonificaciones diarias. Restábamos una buena cantidad de puntos por cada día que pasábamos sin entrar a tal o cual aplicación. Mientras más atractiva fuera la aplicación, más puntos daba el no uso. Cuando cierto día de debilidad le daba una vuelta al instagram y noté que el perfil de Char no estaba por ningún lado, sentí un golpe en mi pecho y me vi entrando en un pasillo más angosto, uno que no había contemplado transitar pero que, ya estando ahí, me hizo sentir más a gusto que nunca antes. A los días habíamos borrado nuestras cuentas de instagram y facebook. A la semana dejamos de usar watsaps y volvimos a los mensajes de texto. Despedirse de los stickers y la challa que salpicaban las conversaciones de grupo fue algo complejo, pero ya habíamos iniciado una dinámica de competencia feroz y ninguno quería retroceder. No, nunca. Retroceder, nunca. Rendirse, jamás. Y bajo esa premisa, las bonificaciones se volvieron permanentes y al ser permanentes ya no tenían mucho sentido, así que entendiendo esta nueva estructura las cambiamos por penalizaciones, aún más duras.
Recuerdo que en un momento álgido de la competencia Char me envió un mensaje de texto donde decía que estaba considerando comprarse una almeja. Iría contra las normas implícitas, le respondí, pues no veo cómo medir el uso con ese tipo de teléfonos. Trataba de escribir mensajes cortos pero con palabras complejas, para que le tomara tiempo entenderlos. Para que los tuviera que leer al menos dos o tres veces. A veces escribía algunas mal a propósito. Esos deben haber sido los primeros indicios de la época oscura. Por mi parte, al menos. Supe, mucho tiempo después, que durante los últimos días de la época clásica, Char le ofreció dinero a algunos amigos en común para que me llamaran. Varios aceptaron. Es que te extrañamos en watsap, me engrupían, y yo burdamente les creía.
Pero esos fueron detallitos. Tallas muy buenas, a mi parecer. Movimientos simples que no eran suficientes para empantanar una competencia que había sido, hasta entonces, satánica, pero siempre leal. El punto en que todo cambio fue cuando me dijeron que Char tenía una cuenta de instagram secreta.


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