Tan
podridos estábamos del teléfono, esos días del encierro, que nos
inventábamos desafíos para despegarnos de él.. Las primeras
semanas competimos por quien pasaba más tiempo sin usarlo, dejando
que esta aplicación que descargamos se encargara de medir nuestras
fuerzas. Nuestra voluntad expresada en horas de uso o abstención.
Char creó su sistema y por esa vez funcionó: utilizaba una caja de
zapatos para guardar el teléfono y no lo sacaba hasta que
oscureciera. Se quedaba horas frente a la ventana esperando que el
sol se ocultara tras los edificios que tapaban la panorámica de esta
pequeña ciudad agrandada. Si hubiéramos llevado un conteo de
puntos, Char lideraría con facilidad en ese primer tramo, y yo no lo
hubiera alcanzado hasta el inicio de mayo, cuando el cambio de hora y
la llegada prematura de la noche causara estragos en su truco.
Pero
no se nos ocurrió lo de sumar puntaje hasta que había pasado más
de un mes.
Esta
primera parte de la competencia, que ahora llamamos la época
primitiva, nos sirvió para establecer ciertas reglas básicas que
permitieron ordenar y darle y darle propiedad a los desafíos que se
sucedieron los meses siguientes. Alcanzamos acuerdos fructíferos y
establecimos una serie de reglas que, bajo el sistema de honor,
otorgaron el color suficiente a la primera parte de nuestra historia:
las ocho semanas de competencia sana -la época clásica-; a la
segunda parte: las semanitas de trampas y traiciones -la época
oscura- y a la tercera, la que vivimos estos mismos días -el
renacimiento, según Char, la época mística, según yo-.
Char
es buena persona. Nos conocimos en la feria, varios años atrás. Me
acuerdo que estaba en el puesto de su papá y yo le pregunté qué
era esa verdura, porque nunca había visto una romanesca. Y ahí me
contó que era como la coliflor. Le compré una y a la semana
siguiente, otra. Echamos la talla un par de veces y después, cosas
del azar, nos volvimos a topar en otros lados. Más vueltas no se le
puede dar a esa parte de la historia. La gente conversa, encuentra
ideas que se pueden compartir con gusto y descubre, si se da la
posibilidad, que hay materiales en su espíritu que parecen
similares. Con un poco de suerte se miran a los ojos un buen rato y
si lo que se encuentra más allá de los colores profundos del iris
reconforta, no hay mucho más que pensar. Para qué complicarse tanto
la vida, digo yo.
Los
mensajes que mandaba, cuando recién empezó el encierro, eran
brutales. O diminutos o extensísimos. Con pausas de horas en medio o
sin frenos, reflejo de una escritura frenética. Estaba fuera de
control. Y yo también, para qué mentir. Pero trataba de mostrarme
más calmado, y tras horas de tomar mate y jugar sudokus marcaba su
número de teléfono y le hablaba por largo rato. Conversábamos de
las noticias que habíamos visto, que no eran tantas, de las tallas
que había en la internet o las películas que pasaban en el cable.
Como si nada estuviera pasando. Me contaba sus dramas amorosos y yo
matizaba sus historias llenas de épica con mis anodinos relatos, que
parecían tomados de un volumen que antes de ser publicado pasó por
las manos de una docena de los censores más conservadores que se
podía encontrar. Igual nos reíamos, en todo caso. Porque es
gracioso, ahora que lo pienso.
Despierto
todos los días con dolor de cabeza, me escribió una vez. Y puede
que ese haya sido el momento en que nos decidimos a competir.
Durante
la época clásica tuvimos una competencia implacable, con reglas que
cada vez eran más complejas y llevaban a desafíos que se veían
ridículos, pero que ahora me parecen tan sensatos. Al principio le
otorgamos distintos valores al tiempo según cómo fuera utilizado:
un segundo utilizado en llamada valía un segundo, pero el mismo
segundo utilizado en mensajería valía dos, en navegación, tres, y
en redes sociales, cuatro. Cada desbloqueo de pantalla añadía un
segundo extra al conteo final. Y un segundo, al final del día, era
un punto. El objetivo, por supuesto, era sumar la menor cantidad de
puntos. Y así nos íbamos, sacando estadísticas, buscando
estrategias para reducir el uso e intercambiándonos el primer lugar
cada dos o tres días. Sacábamos la cuenta de cuántos puntos
podíamos acumular para no perder la posición, a la espera, claro,
de que el otro sumara una media razonable. Unas veces nos
sorprendíamos de la eficiencia y otras los porrazos, que eran
profundos y dolorosos. Podíamos pasar de distancias gigantes a otras
milimétricas, de liderazgos indiscutidos a caídas vergonzosas.
Para
Char la época clásica fue nuestro mejor tiempo. Y sí, la pasamos
súper bien.
Incluímos
en un momento las bonificaciones diarias. Restábamos una buena
cantidad de puntos por cada día que pasábamos sin entrar a tal o
cual aplicación. Mientras más atractiva fuera la aplicación, más
puntos daba el no uso. Cuando cierto día de debilidad le daba una
vuelta al instagram y noté que el perfil de Char no estaba por
ningún lado, sentí un golpe en mi pecho y me vi entrando en un
pasillo más angosto, uno que no había contemplado transitar pero
que, ya estando ahí, me hizo sentir más a gusto que nunca antes. A
los días habíamos borrado nuestras cuentas de instagram y facebook.
A la semana dejamos de usar watsaps y volvimos a los mensajes de
texto. Despedirse de los stickers y la challa que salpicaban las
conversaciones de grupo fue algo complejo, pero ya habíamos iniciado
una dinámica de competencia feroz y ninguno quería retroceder. No,
nunca. Retroceder, nunca. Rendirse, jamás. Y bajo esa premisa, las
bonificaciones se volvieron permanentes y al ser permanentes ya no
tenían mucho sentido, así que entendiendo esta nueva estructura las
cambiamos por penalizaciones, aún más duras.
Recuerdo
que en un momento álgido de la competencia Char me envió un mensaje
de texto donde decía que estaba considerando comprarse una almeja.
Iría contra las normas implícitas, le respondí, pues no veo cómo
medir el uso con ese tipo de teléfonos. Trataba de escribir mensajes
cortos pero con palabras complejas, para que le tomara tiempo
entenderlos. Para que los tuviera que leer al menos dos o tres veces.
A veces escribía algunas mal a propósito. Esos deben haber sido los
primeros indicios de la época oscura. Por mi parte, al menos. Supe,
mucho tiempo después, que durante los últimos días de la época
clásica, Char le ofreció dinero a algunos amigos en común para que
me llamaran. Varios aceptaron. Es que te extrañamos en watsap, me
engrupían, y yo burdamente les creía.
Pero
esos fueron detallitos. Tallas muy buenas, a mi parecer. Movimientos
simples que no eran suficientes para empantanar una competencia que
había sido, hasta entonces, satánica, pero siempre leal. El punto
en que todo cambio fue cuando me dijeron que Char tenía una cuenta
de instagram secreta.
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