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Rodeamos
el cuerpo de Jose y formamos un cuerpo de apoyo. Un tipo con cara de
rata sobrealimentada -típico espécimen universitario de primeros
años- y otro tipo que podría haber sido diez personas más, es
decir, un ene ene cualquiera, alguien tan común que profundizar en
su descripción sería gastar el teclado sin razón; esos dos, la
rata y el hombre común, se nos unieron y fundamos el grupo de apoyo,
que como único objetivo tenía salvar la vida de Jose. Al menos por
esa noche. Tras la conformación del equipo y la designación de los
líderes -la rata y yo- comenzamos a debatir con el fin de producir
un plan de acción inmediata. Nos sentamos junto a Jose e iniciamos
una lluvia de ideas que Kopek registraba metódicamente en su
libreta. Cada tanto alguien de las mesas que limitaban nuestro campo
de acción obstruía nuestra labor con ideas que buscaban burlarse o
atacaban violentamente a Jose, porque, entendámoslo, la preocupación
del resto no era igual a la nuestra. El grupo de apoyo se conformó,
desde sus inicios, teniendo a Jose como prioridad. Su bienestar era
el centro de nuestra filosofía. En cambio, el interés del resto iba
por otro lado: para ellos resultaba más importante eliminar del
cuadro al moribundo y asqueroso borracho, cuya gracia, tras cuatro o
cinco historias de instagram, ya era cosa del pasado. Jose, como
todas las sensaciones de la era digital, paso de la extrema atención
a la indiferencia y odio. Odio porque las nuevas selfies se veían
arruinadas con la imagen del aparente difunto como fondo de una
velada que debía parecer -en los registros digitales- sensacional. Y
no había filtro que pudiera combatir con eso. Por tanto, cuando uno
de estos sujetos propuso, a la mitad de nuestra lluvia de ideas,
meter a Jose en una bolsa de basura y arrojarlo en una zanja, nuestro
amigo el hombre rata no pudo hacer menos que mostrarle los dientes,
dándole a entender, con un gesto y mínimas palabras, que la
enfermedad en ese lugar tenía otra forma. Nunca en toda la historia
de la humanidad, dijo la rata, la enfermedad se había disfrazado tan
bien. Pero no es necesario un ojo entrenado para notar que tras esa
cantidad ridícula de maquillaje y filtros se está pudriendo el
mundo, agregó el hombre común, acallando las carcajadas que las
ideas de sepultar a Jose en el patio del Neruda habían provocado.
¿Qué
hacemos entonces? Kopek revisó la lista enorme de ideas. Respiré
profundamente y mientras mi socio Kop borraba algunas que se podían
descartar por ser demasiado ambiciosas, me concentré en la
respiración hipnótica de Jose, con el miedo de que en cualquier
momento se detuviera. A medida que las palabras eran tachadas se
volvía más claro qué debíamos hacer. Ahí está la solución,
dije o pensé, y apunté con el dedo al renglón en que se trazaba
con ordenada caligrafía una idea plausible. Tomamos a Jose con el
hombre común y lo levantamos un poco de su asiento. El tipo pesaba
una enormidad. Supuse que los problemas y frustraciones que cargaba
durante años habían sumado toneladas a sus minúsculos huesos. Con
fuerza, sacándolas de donde no sabíamos que estaban, lo levantamos
para que la rata revisara sus bolsillos hasta dar con su teléfono,
el que extrajo, secó con una de las servilletas que había dejado
Sahara, y desbloqueó fácilmente. Buscamos en la lista de llamadas
recientes y destacaban tres nombres. Llamadas perdidas, recibidas y
efectuadas a su madre -Mamá-, a su padre -Papá- y a un tipo que
bien podría ser familia o amigo -Gómez-. Nos inclinamos por Gómez
y llamamos. Apuesto a que no tiene saldo, gritó alguien desde el
otro lado del local, y debimos sujetar a la rata que tuvo por un
segundo la intención de lanzarse sobre el impertinente y clavarle
las garras en el cuello. Mientras lo volvíamos a su centro, Kopek
llamó a Gómez, quien se mostró fastidiado pero a la vez dejó ver
su preocupación por lo que consideraba otra más de su amigo. Era su
amigo. Había alguien en este mundo para Jose. La luz de la luna se
posó en nosotros durante aquel instante. Nos dijo, Gómez, que
vendría a buscarlo en unos veinte minutos, que por favor lo
mantuviéramos con vida.
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Gómez
estacionó su camioneta a toda velocidad fuera del local y entró
corriendo a ver cómo estaba su amigo. Se paró frente a él y
mantuvo una mirada que iba entre la lástima y el disgusto. Estuvo
mirándolo un buen rato. Entonces notamos que era él, pues sus ojos
se llenaron de lágrimas, desarmando su compuesta apariencia, casi el
opuesto mortal de Jose. Donde Jose tenía greñas desordenadas y
disparadas al azar, Gómez mostraba un impecable corte militar,
organizado cada mechón con laca o el producto que fuera. Donde Jose
tenía ropas sucias y manchadas con orina, Gómez lucía una camisa a
cuadros bien planchada, perfectamente sujeta dentro del pantalón. Una
correa de cuero sellaba el cuadro.
Ave
María, dijo, y se secó las lágrimas que ya empezaban a correr
copiosamente por sus mejillas. Estamos contigo, le dijimos, y nos
quedó mirando como quien se da cuenta por primera vez que su hermano
se ha vuelto loco y que de ese punto no hay vuelta atrás. Todos los
buenos momentos perdurarán porque la memoria nos puede confortar,
pero los que vengan parecen tan tristes que dan ganas de reventarse
la cabeza contra el suelo.
¿Cuántos
Jose había esa noche en el Neruda? Depende del lugar desde donde se
viera todo lo que ocurrió.
Desde
lejos la imagen se volvía más uniforme y en vez de la riqueza de
colores que presentaba, en especial cuando la luz de luna hizo su
aparición, uno podía apenas distinguir tres grandes manchas que ni
siquiera estaban en armonía. Los que estaban más cerca, por
supuesto, vieron todo con claridad. Observaron con atención cuando
Gómez y la rata tomaban a Jose de los hombros y lo arrastraban por
el lugar. Se asombraron cuando el hombre común lo tomó de las
piernas y en cosa de segundos Jose estiró los brazos, soltó su
cabeza hacia atrás -el pelo caía como el agua de una cascada
empinada- y, suspendido en el aire, se asemejó al más famoso
crucificado en la historia de la humanidad. Acompañamos la procesión
con el miedo de que fuera a caer. Por una fracción de tiempo
minúsculo, pero que valió más que muchas horas, días, semanas,
años que vinieron después, Jose salió del local secundado por sus
apóstoles, ante la mirada silenciosa de los comensales. La música
se detuvo. Nadie habló. Y José, tras emitir un bufido, dijo las
últimas palabras que recuerdo haberle escuchado. Lo único cierto
sobre el tiempo es que se mueve y afecta, el resto -los recuerdos, el
pasado, el futuro- es pura ilusión.
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