jueves, 8 de agosto de 2019

Aros

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Rodeamos el cuerpo de Jose y formamos un cuerpo de apoyo. Un tipo con cara de rata sobrealimentada -típico espécimen universitario de primeros años- y otro tipo que podría haber sido diez personas más, es decir, un ene ene cualquiera, alguien tan común que profundizar en su descripción sería gastar el teclado sin razón; esos dos, la rata y el hombre común, se nos unieron y fundamos el grupo de apoyo, que como único objetivo tenía salvar la vida de Jose. Al menos por esa noche. Tras la conformación del equipo y la designación de los líderes -la rata y yo- comenzamos a debatir con el fin de producir un plan de acción inmediata. Nos sentamos junto a Jose e iniciamos una lluvia de ideas que Kopek registraba metódicamente en su libreta. Cada tanto alguien de las mesas que limitaban nuestro campo de acción obstruía nuestra labor con ideas que buscaban burlarse o atacaban violentamente a Jose, porque, entendámoslo, la preocupación del resto no era igual a la nuestra. El grupo de apoyo se conformó, desde sus inicios, teniendo a Jose como prioridad. Su bienestar era el centro de nuestra filosofía. En cambio, el interés del resto iba por otro lado: para ellos resultaba más importante eliminar del cuadro al moribundo y asqueroso borracho, cuya gracia, tras cuatro o cinco historias de instagram, ya era cosa del pasado. Jose, como todas las sensaciones de la era digital, paso de la extrema atención a la indiferencia y odio. Odio porque las nuevas selfies se veían arruinadas con la imagen del aparente difunto como fondo de una velada que debía parecer -en los registros digitales- sensacional. Y no había filtro que pudiera combatir con eso. Por tanto, cuando uno de estos sujetos propuso, a la mitad de nuestra lluvia de ideas, meter a Jose en una bolsa de basura y arrojarlo en una zanja, nuestro amigo el hombre rata no pudo hacer menos que mostrarle los dientes, dándole a entender, con un gesto y mínimas palabras, que la enfermedad en ese lugar tenía otra forma. Nunca en toda la historia de la humanidad, dijo la rata, la enfermedad se había disfrazado tan bien. Pero no es necesario un ojo entrenado para notar que tras esa cantidad ridícula de maquillaje y filtros se está pudriendo el mundo, agregó el hombre común, acallando las carcajadas que las ideas de sepultar a Jose en el patio del Neruda habían provocado.
¿Qué hacemos entonces? Kopek revisó la lista enorme de ideas. Respiré profundamente y mientras mi socio Kop borraba algunas que se podían descartar por ser demasiado ambiciosas, me concentré en la respiración hipnótica de Jose, con el miedo de que en cualquier momento se detuviera. A medida que las palabras eran tachadas se volvía más claro qué debíamos hacer. Ahí está la solución, dije o pensé, y apunté con el dedo al renglón en que se trazaba con ordenada caligrafía una idea plausible. Tomamos a Jose con el hombre común y lo levantamos un poco de su asiento. El tipo pesaba una enormidad. Supuse que los problemas y frustraciones que cargaba durante años habían sumado toneladas a sus minúsculos huesos. Con fuerza, sacándolas de donde no sabíamos que estaban, lo levantamos para que la rata revisara sus bolsillos hasta dar con su teléfono, el que extrajo, secó con una de las servilletas que había dejado Sahara, y desbloqueó fácilmente. Buscamos en la lista de llamadas recientes y destacaban tres nombres. Llamadas perdidas, recibidas y efectuadas a su madre -Mamá-, a su padre -Papá- y a un tipo que bien podría ser familia o amigo -Gómez-. Nos inclinamos por Gómez y llamamos. Apuesto a que no tiene saldo, gritó alguien desde el otro lado del local, y debimos sujetar a la rata que tuvo por un segundo la intención de lanzarse sobre el impertinente y clavarle las garras en el cuello. Mientras lo volvíamos a su centro, Kopek llamó a Gómez, quien se mostró fastidiado pero a la vez dejó ver su preocupación por lo que consideraba otra más de su amigo. Era su amigo. Había alguien en este mundo para Jose. La luz de la luna se posó en nosotros durante aquel instante. Nos dijo, Gómez, que vendría a buscarlo en unos veinte minutos, que por favor lo mantuviéramos con vida.
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Gómez estacionó su camioneta a toda velocidad fuera del local y entró corriendo a ver cómo estaba su amigo. Se paró frente a él y mantuvo una mirada que iba entre la lástima y el disgusto. Estuvo mirándolo un buen rato. Entonces notamos que era él, pues sus ojos se llenaron de lágrimas, desarmando su compuesta apariencia, casi el opuesto mortal de Jose. Donde Jose tenía greñas desordenadas y disparadas al azar, Gómez mostraba un impecable corte militar, organizado cada mechón con laca o el producto que fuera. Donde Jose tenía ropas sucias y manchadas con orina, Gómez lucía una camisa a cuadros bien planchada, perfectamente sujeta dentro del pantalón. Una correa de cuero sellaba el cuadro.
Ave María, dijo, y se secó las lágrimas que ya empezaban a correr copiosamente por sus mejillas. Estamos contigo, le dijimos, y nos quedó mirando como quien se da cuenta por primera vez que su hermano se ha vuelto loco y que de ese punto no hay vuelta atrás. Todos los buenos momentos perdurarán porque la memoria nos puede confortar, pero los que vengan parecen tan tristes que dan ganas de reventarse la cabeza contra el suelo.
¿Cuántos Jose había esa noche en el Neruda? Depende del lugar desde donde se viera todo lo que ocurrió.
Desde lejos la imagen se volvía más uniforme y en vez de la riqueza de colores que presentaba, en especial cuando la luz de luna hizo su aparición, uno podía apenas distinguir tres grandes manchas que ni siquiera estaban en armonía. Los que estaban más cerca, por supuesto, vieron todo con claridad. Observaron con atención cuando Gómez y la rata tomaban a Jose de los hombros y lo arrastraban por el lugar. Se asombraron cuando el hombre común lo tomó de las piernas y en cosa de segundos Jose estiró los brazos, soltó su cabeza hacia atrás -el pelo caía como el agua de una cascada empinada- y, suspendido en el aire, se asemejó al más famoso crucificado en la historia de la humanidad. Acompañamos la procesión con el miedo de que fuera a caer. Por una fracción de tiempo minúsculo, pero que valió más que muchas horas, días, semanas, años que vinieron después, Jose salió del local secundado por sus apóstoles, ante la mirada silenciosa de los comensales. La música se detuvo. Nadie habló. Y José, tras emitir un bufido, dijo las últimas palabras que recuerdo haberle escuchado. Lo único cierto sobre el tiempo es que se mueve y afecta, el resto -los recuerdos, el pasado, el futuro- es pura ilusión.

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