lunes, 29 de julio de 2019

Círculos comunes

6
Solo oí un par de palabras de Jose, cuando lo retiraron del local y las horas que habíamos pasado juntos pesaban en mi autoestima. Antes de aquello Sahara lo interpeló, le preguntaba si iban a seguir carreteando, insistiendo en que él le había prometido que esa noche la pasarían bien. Lo buscó de todas las formas posibles y cuando le dijimos, todos los que nos habíamos juntado alrededor del aparente cadáver de Jose, que no reaccionaría, siguió en negación. Le ofrecimos un Uber, le ofrecimos un taxi, le ofrecimos más de lo que Jose le había dado esa noche funesta, pero nada de aquello la conformaba. Sahara quería ver que el trago de Jose desapareciera de su vaso, que luego desapareciera cuanto quedaba en la botella y que después de eso apareciera una botella nueva y que el proceso se repitiera toda la noche, hasta que las primeras luces del alba les avisaran que ya era suficiente. Un consejo, les dirían aquellas lánguidas luces, es hora de dormir, ya han carreteado mucho. Mañana será otro día. 
Para que ello ocurriera -que la fiesta de Sahara continuara- lo primero que debía pasar era que Jose reaccionara, pero no había santo en este mundo que tuviera el poder necesario para reanimarlo. Un milagro de tal dimensión no estaba en los planes de Dios para esa noche.
¡La concha de tu madre! Exclamó Sahara retirándose del lugar ante la mirada atónita de quienes rodeábamos el despojo en que se había convertido Jose. ¿Se fue?, preguntó alguien. Sí, respondió otro. Uno que estaba más allá se largó a reír. El dueño del local, el tío del Neruda, miró desde el pasillo y movió la cabeza en un gesto que evidenciaba su cansancio. ¿Cuántas escenas como esta había visto en los últimos años? Más de las que se pueden contar y soportar. Qué pena sentí en ese momento. Las risas de los comensales, las selfies que se tomaban junto al pobre Jose -al que alguien con visión empresarial y corazón de hielo podría haber convertido, esa noche, en rostro publicitario de algún retorcido producto innecesario-, la orina que formaba una indigna poza bajo sus pies, Kopek que sujetaba la caja como si fuera de cristal, el tío del Neruda que movía su cabeza de un lado a otro, que cerraba los ojos y se perdía en pensamientos más agradables, en recuerdos donde ninguno de nosotros existía. Una vida sin Jose, sin Kopek, sin los comensales, sin el borgoña ni la malta con huevo, sin el desfile interminable de meseros y sin las canciones que conocía de memoria. Sin imágenes como la que tenía al frente: gigantesca pintura surgida de la cabeza de un maniático. Toda una vida, pensó, sin esto, y se vio sentado en su casa, pasando tardes apacibles, silenciosas. El ruido que venía desde fuera lo intrigaba, pero no tenía la fuerza para levantarse, como alguien que recordaba de otra vida. Cambiaba el canal. Ponía una película de balazos. El ruido que se colaba por la ventana crecía y apuntando con el mando al televisor le ordenaba que guardara silencio. En la pantalla un tipo vestido de cuero apuntaba a peones de la mafia china que pronto caían como palitroques ante la diestra zurda del pistolero, sus rostros expresaban el dolor más intenso que se pueda fingir, pero no salía sonido alguno de aquellas bocas sangrantes, el único ruido que se oía era el de un pequeño animal que fuera de la ventana cantaba para sí mismo una tonada tan extraña que invitaba a todo el mundo a escucharlo. El tío del Neruda quiso ir a ver de dónde provenían esos silbidos, pero no pudo levantarse. No entendía por qué. Eso lo perturbó. En otra vida, se dijo, las aves venían a cantar todo tipo de canciones a mi puerta, la golpeaban para que fuera a escucharlas y se alegraban de que alguien pusiera atención a sus estupideces. ¡Qué vida! Entonces abría los ojos y exhalaba. Una pequeña sonrisa se esbozaba en sus labios y desde donde yo estaba apenas se podía distinguir bien. Me preguntaba, con la garganta apretada, cuál era el chiste.

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