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Solo
oí un par de palabras de Jose, cuando lo retiraron del local y las
horas que habíamos pasado juntos pesaban en mi autoestima. Antes de
aquello Sahara lo interpeló, le preguntaba si iban a seguir
carreteando, insistiendo en que él le había prometido que esa noche
la pasarían bien. Lo buscó de todas las formas posibles y cuando le
dijimos, todos los que nos habíamos juntado alrededor del aparente
cadáver de Jose, que no reaccionaría, siguió en negación. Le
ofrecimos un Uber, le ofrecimos un taxi, le ofrecimos más de lo que
Jose le había dado esa noche funesta, pero nada de aquello la
conformaba. Sahara quería ver que el trago de Jose desapareciera de
su vaso, que luego desapareciera cuanto quedaba en la botella y que
después de eso apareciera una botella nueva y que el proceso se
repitiera toda la noche, hasta que las primeras luces del alba les
avisaran que ya era suficiente. Un consejo, les dirían aquellas
lánguidas luces, es hora de dormir, ya han carreteado mucho. Mañana
será otro día.
Para que ello ocurriera -que la fiesta de Sahara continuara- lo primero que debía pasar
era que Jose reaccionara, pero no había santo en este mundo que
tuviera el poder necesario para reanimarlo. Un milagro de tal
dimensión no estaba en los planes de Dios para esa noche.
¡La
concha de tu madre! Exclamó Sahara retirándose del lugar ante la
mirada atónita de quienes rodeábamos el despojo en que se había
convertido Jose. ¿Se fue?, preguntó alguien. Sí, respondió otro.
Uno que estaba más allá se largó a reír. El dueño del local, el
tío del Neruda, miró desde el pasillo y movió la cabeza en un
gesto que evidenciaba su cansancio. ¿Cuántas escenas como esta
había visto en los últimos años? Más de las que se pueden contar
y soportar. Qué pena sentí en ese momento. Las risas de los
comensales, las selfies que se tomaban junto al pobre Jose -al que
alguien con visión empresarial y corazón de hielo podría haber
convertido, esa noche, en rostro publicitario de algún retorcido producto innecesario-, la orina
que formaba una indigna poza bajo sus pies, Kopek que sujetaba la
caja como si fuera de cristal, el tío del Neruda que movía su
cabeza de un lado a otro, que cerraba los ojos y se perdía en
pensamientos más agradables, en recuerdos donde ninguno de nosotros
existía. Una vida sin Jose, sin Kopek, sin los comensales, sin el
borgoña ni la malta con huevo, sin el desfile interminable de
meseros y sin las canciones que conocía de memoria. Sin imágenes
como la que tenía al frente: gigantesca pintura surgida de la cabeza de un
maniático. Toda una vida, pensó, sin esto, y se vio sentado en su
casa, pasando tardes apacibles, silenciosas. El ruido que venía
desde fuera lo intrigaba, pero no tenía la fuerza para levantarse,
como alguien que recordaba de otra vida. Cambiaba el canal. Ponía
una película de balazos. El ruido que se colaba por la ventana
crecía y apuntando con el mando al televisor le ordenaba que
guardara silencio. En la pantalla un tipo vestido de cuero apuntaba a
peones de la mafia china que pronto caían como palitroques ante la
diestra zurda del pistolero, sus rostros expresaban el dolor más
intenso que se pueda fingir, pero no salía sonido alguno de aquellas
bocas sangrantes, el único ruido que se oía era el de un pequeño
animal que fuera de la ventana cantaba para sí mismo una tonada tan
extraña que invitaba a todo el mundo a escucharlo. El tío del
Neruda quiso ir a ver de dónde provenían esos silbidos, pero no
pudo levantarse. No entendía por qué. Eso lo perturbó. En otra
vida, se dijo, las aves venían a cantar todo tipo de canciones a mi
puerta, la golpeaban para que fuera a escucharlas y se alegraban de
que alguien pusiera atención a sus estupideces. ¡Qué vida!
Entonces abría los ojos y exhalaba. Una pequeña sonrisa se esbozaba
en sus labios y desde donde yo estaba apenas se podía distinguir
bien. Me preguntaba, con la garganta apretada, cuál era el chiste.
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