miércoles, 17 de julio de 2019

Círculos concéntricos

Tal vez porque no estamos preparados para las vías complejas. Nadie puede estarlo, eso es claro. Los que muestran más habilidad para recorrerlas son aquellos que ya han pasado por senderos similares, esos que se han roto todos los huesos del cuerpo más de una vez y entienden lo que significan ciertos sueños que otros olvidan apenas ponen un pie fuera de la cama. Nos gustaría ser como ellos.

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Mientras Kopek engrupía fui al baño, donde estuve mirándome al espejo un buen rato tratanto de descubrir en qué punto de la borrachera me encontraba. Según yo, estaba en buenas condiciones: no me representaba mayor dificultad ninguna de las tareas a las que pudiera verme enfrentado. Con la seguridad de quien tiene todo, aparentemente, controlado, volví a donde estábamos y noté con espanto que Kopek había unido nuestra mesa con la de Sahara y junto a mi puesto esperaba Jose, cuya mirada estaba más perdida que nunca. Al sentarme dije algo estúpido, no recuerdo qué, algún chiste pésimo sobre la situación. Algo que podría parecer cordial pero que al momento de pronunciar la última palabra al respecto quedaba en evidencia cuán poco valor tenía. Igual se rieron el par de hipócritas. Y es que todos habían tomado su resto. Si alguien, un profesional, hubiera medido nuestros niveles de borrachera -considerando muchos más factores que la cantidad de alcohol en la sangre, como temas de conversación abordados, motricidad, pronunciación, dilatación de las pupilas, entre otros-, su registro, en ese punto de la noche, diría que había dos grupos. El primero, aquellos con un nivel de borrachera inicial: Kopek y yo, que no mostrábamos grandes diferencias. Se podría decir que yo estaba en el cuarto lugar y Kopek en el tercero. O Kopek cuarto y yo tercero. Había una distancia mínima. Pero en el otro grupo, nivel de borrachera avanzado, Sahara quedaba relegada al subliderato, a la sombra de su compañero que se encontraba en un estado de descomposición inalcanzable para cualquiera de nosotros, e incluso para cualquiera que estuviera en el Neruda esa noche o, aventurándome, a varios kilómetros a la redonda.
¿Qué edad tendría él? Entre veinticinco y cuarenta. Era difícil determinarlo. Sahara parecía de cuarenta, pero de seguro no pasaba los treinta. Se notaba que la vida se había ensañado con ella. Para qué hablar de cómo la vida había tratado a Jose: una chaqueta de cuero, vomitada y fétida, cubría su escuálido cuerpo, más huesos que carne sostenían una existencia cuyo espíritu débil se desvanecía cada día, sometida al rigor del trabajo y al efecto implacable de un montón de drogas: las que todos entienden como tal -marihuana, pasta base, cocaína y un par de veces éxtasis- y las otras. Eran un espectáculo triste y nosotros, poco a poco, nos sumábamos.
Sahara siguió la línea de conversación de Kopek: entonces, si yo quiero viajar al pasado, solo podría volver a un punto que estuviera de cierta forma conectado con el punto desde el que parto, ¿cierto? Correcto, dijo Kopek, con una mirada seria como dando a entender la gravedad del tema que tratábamos. Media volá, dijo ella. Leí el otro día en una noticia de facebook -he ahí la inspiración para los delirios que Kopek ofrecía como mago de circo esa noche- que científicos en Bruselas habían recreado un viaje en el tiempo mediante la manipulación de ondas de sueño, dijo confiando en cada palabra esgrimida y yo me lo quedé mirando, calculando cuántas mentiras había en esa sola frase y cuántas de ellas él realmente creía ciertas. Entonces le pegué una patada más fuerte y le mandé un mensaje por el teléfono para que se pegara una espabilada. De suerte, para las canillas de mi socio, que Sahara tuvo un impulso milagroso y salió a fumar. Jose -y esto ya fue intervención del mismo Dios- se puso de pie y caminó hacia ella, perdiendo el rumbo en un momento pero encontrando la salida oportunamente. Miramos cómo se tambaleaba y al perderlo de vista le dije a Kopek que la cosa se estaba poniendo muy rancia. ¿Para qué juntaste las mesas?, le pregunté. No sé, respondió entre sollozos, no lo pensé, solo actué. Se agarró la cabeza y caminó al baño.

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Lo que siguió pudo haber sido parte de un mal sueño.

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Tras salir del baño, Kopek se quedó a conversar con un microtraficante que permanecía junto a una joven de pelo corto en una mesa esquinada. Al parecer se conocían de antes. En eso Sahara volvió de fumar y se sentó en su puesto. Revisó la caña de Jose y la llenó de cerveza. Llenó la suya y se tomó la mitad de un sorbo. Me miró y antes de preguntarme qué pensaba giró la cabeza ante el ruido producido por Jose, quien había pasado a botar una silla mientras se abría paso hacia nuestra mesa comunitaria. Sahara volvió la vista a su trago. Yo me quedé mirando el patético esfuerzo de Jose por llegar hasta donde estábamos. Vi su cuerpo arrastrarse entre las murallas, apoyarse en una cortina y respirar hondo antes de sentarse junto a mi -más que eso, dejar caer su esquelética humanidad a mi lado- y exhalar un largo suspiro coronado por un eructo cuadrafónico. Tomó, aún no sé cómo, el vaso de cerveza, pero no tuvo la fuerza necesaria para levantarlo. Agachó la cabeza -sus ojos estaban cubiertos por los risos engominados que caían como su dignidad- y comenzó a roncar. Jose, le dijo Sahara. Jose, repitió. Le tomó la cabeza, lo manipuló como a un muñeco de trapo, al tiempo que seguía diciendo su nombre, su apodo, expresiones de alerta y, casi, cariño, de miedo y rabia. Jose, le decía, no weís. Jose, dijiste que íbamos a carretear toda la noche.
La naturaleza -dijo Kopek, reincorporándose a la dinámica como si no estuviera pasando nada- es perfecta. No hay nada que debamos cambiar a la naturaleza. Al contrario, deberíamos sentarnos y observar con la esperanza de aprender algo. Pero, ¿qué hacemos?, todo lo contrario. Construimos ciudades horrendas, edificios grises y jaulas de pájaros en las que nos encerramos dichosos, y como si eso fuera poco, ya prisioneros en estas cajas blancas, sentados en alguna deformación plástica, sometimos la vista al brillo de una ridícula pantalla, permitiéndole -incluso pagando para que así sea- cercenar cualquier brote de creatividad que pudiéramos ofrecer. Nos alejamos de la naturaleza, ¿entienden?
Se escuchó, tras un breve silencio, el nombre de Jose que salía de los roñosos labios de Sahara, que con un hilo de voz seguía insistiendo. Tomó otro trago. Tomó fuerza. Tomó una botella de agua y vació su contenido en la cabeza de Jose, que no respondió. Las miradas encontraron donde posarse. No va a responder, le dije, pero ella tampoco parecía escuchar, como si estuvieran ambos protegidos por una pared de cemento y no hubiera más que ellos y alrededor mesetas, mesetas interminables que debían recorrer porque, lo sabemos, hay que llegar, aunque no sepamos donde. Aunque no sepamos donde, hay que llegar. Y Jose no reaccionaba y ella no quería hacer sola el camino. Jose, entonces, soñaba lo que sueña un borracho terminal: con el dolor: la vida que se agrieta y los golpes que uno ha sufrido parecen tener por donde volver a manifestarse, pues si una vez fuiste capaz de soportarlos, y seguiste en pie, rengueando pero en pie, entonces eres capaz de recibirlos nuevamente, y por qué no varios a la vez. Muchos golpes, todo el sufrimiento de una vida condensado en cosa de segundos. La mirada inexpresiva de Jose no daba pistas sobre la tortura onírica que vivía entonces. Parece una guagua, dijo una niña que estaba un par de mesas más allá, riéndose, tomándole una foto que de seguro debe estar dando vueltas por las redes sociales y en la que, según conversábamos más tarde con Kopek, demás que aparecíamos nosotros también. Y si, acto de fortuna, no salíamos en esa, lo hacíamos en cualquiera de la docena que tomaron después que Jose empezó a mearse. Cuando la pesadilla llegaba a su punto más alto.

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