Tal
vez porque no estamos preparados para las vías complejas. Nadie
puede estarlo, eso es claro. Los que muestran más habilidad para
recorrerlas son aquellos que ya han pasado por senderos similares,
esos que se han roto todos los huesos del cuerpo más de una vez y
entienden lo que significan ciertos sueños que otros olvidan apenas
ponen un pie fuera de la cama. Nos gustaría ser como ellos.
3
Mientras
Kopek engrupía fui al baño, donde estuve mirándome al espejo un
buen rato tratanto de descubrir en qué punto de la borrachera me
encontraba. Según yo, estaba en buenas condiciones: no me
representaba mayor dificultad ninguna de las tareas a las que pudiera
verme enfrentado. Con la seguridad de quien tiene todo,
aparentemente, controlado, volví a donde estábamos y noté con
espanto que Kopek había unido nuestra mesa con la de Sahara y junto
a mi puesto esperaba Jose, cuya mirada estaba más perdida que nunca.
Al sentarme dije algo estúpido, no recuerdo qué, algún chiste
pésimo sobre la situación. Algo que podría parecer cordial pero
que al momento de pronunciar la última palabra al respecto quedaba
en evidencia cuán poco valor tenía. Igual se rieron el par de
hipócritas. Y es que todos habían tomado su resto. Si alguien, un
profesional, hubiera medido nuestros niveles de borrachera
-considerando muchos más factores que la cantidad de alcohol en la
sangre, como temas de conversación abordados, motricidad,
pronunciación, dilatación de las pupilas, entre otros-, su
registro, en ese punto de la noche, diría que había dos grupos. El
primero, aquellos con un nivel de borrachera inicial: Kopek y yo, que
no mostrábamos grandes diferencias. Se podría decir que yo estaba
en el cuarto lugar y Kopek en el tercero. O Kopek cuarto y yo
tercero. Había una distancia mínima. Pero en el otro grupo, nivel
de borrachera avanzado, Sahara quedaba relegada al subliderato, a la
sombra de su compañero que se encontraba en un estado de
descomposición inalcanzable para cualquiera de nosotros, e incluso
para cualquiera que estuviera en el Neruda esa noche o,
aventurándome, a varios kilómetros a la redonda.
¿Qué
edad tendría él? Entre veinticinco y cuarenta. Era difícil
determinarlo. Sahara parecía de cuarenta, pero de seguro no pasaba
los treinta. Se notaba que la vida se había ensañado con ella. Para
qué hablar de cómo la vida había tratado a Jose: una chaqueta de
cuero, vomitada y fétida, cubría su escuálido cuerpo, más huesos
que carne sostenían una existencia cuyo espíritu débil se
desvanecía cada día, sometida al rigor del trabajo y al efecto
implacable de un montón de drogas: las que todos entienden como tal
-marihuana, pasta base, cocaína y un par de veces éxtasis- y las
otras. Eran un espectáculo triste y nosotros, poco a poco, nos
sumábamos.
Sahara
siguió la línea de conversación de Kopek: entonces, si yo quiero
viajar al pasado, solo podría volver a un punto que estuviera de
cierta forma conectado con el punto desde el que parto, ¿cierto?
Correcto, dijo Kopek, con una mirada seria como dando a entender la
gravedad del tema que tratábamos. Media volá, dijo ella. Leí el
otro día en una noticia de facebook -he ahí la inspiración para
los delirios que Kopek ofrecía como mago de circo esa noche- que
científicos en Bruselas habían recreado un viaje en el tiempo
mediante la manipulación de ondas de sueño, dijo confiando en cada
palabra esgrimida y yo me lo quedé mirando, calculando cuántas
mentiras había en esa sola frase y cuántas de ellas él realmente
creía ciertas. Entonces le pegué una patada más fuerte y le mandé
un mensaje por el teléfono para que se pegara una espabilada. De
suerte, para las canillas de mi socio, que Sahara tuvo un impulso
milagroso y salió a fumar. Jose -y esto ya fue intervención del
mismo Dios- se puso de pie y caminó hacia ella, perdiendo el rumbo
en un momento pero encontrando la salida oportunamente. Miramos cómo
se tambaleaba y al perderlo de vista le dije a Kopek que la cosa se
estaba poniendo muy rancia. ¿Para qué juntaste las mesas?, le
pregunté. No sé, respondió entre sollozos, no lo pensé, solo
actué. Se agarró la cabeza y caminó al baño.
4
Lo
que siguió pudo haber sido parte de un mal sueño.
5
Tras
salir del baño, Kopek se quedó a conversar con un microtraficante
que permanecía junto a una joven de pelo corto en una mesa
esquinada. Al parecer se conocían de antes. En eso Sahara volvió de
fumar y se sentó en su puesto. Revisó la caña de Jose y la llenó
de cerveza. Llenó la suya y se tomó la mitad de un sorbo. Me miró
y antes de preguntarme qué pensaba giró la cabeza ante el ruido
producido por Jose, quien había pasado a botar una silla mientras se
abría paso hacia nuestra mesa comunitaria. Sahara volvió la vista a
su trago. Yo me quedé mirando el patético esfuerzo de Jose por
llegar hasta donde estábamos. Vi su cuerpo arrastrarse entre las
murallas, apoyarse en una cortina y respirar hondo antes de sentarse
junto a mi -más que eso, dejar caer su esquelética humanidad a mi
lado- y exhalar un largo suspiro coronado por un eructo cuadrafónico.
Tomó, aún no sé cómo, el vaso de cerveza, pero no tuvo la fuerza
necesaria para levantarlo. Agachó la cabeza -sus ojos estaban
cubiertos por los risos engominados que caían como su dignidad- y
comenzó a roncar. Jose, le dijo Sahara. Jose, repitió. Le tomó la
cabeza, lo manipuló como a un muñeco de trapo, al tiempo que seguía
diciendo su nombre, su apodo, expresiones de alerta y, casi, cariño,
de miedo y rabia. Jose, le decía, no weís. Jose, dijiste que íbamos
a carretear toda la noche.
La
naturaleza -dijo Kopek, reincorporándose a la dinámica como si no
estuviera pasando nada- es perfecta. No hay nada que debamos cambiar
a la naturaleza. Al contrario, deberíamos sentarnos y observar con
la esperanza de aprender algo. Pero, ¿qué hacemos?, todo lo
contrario. Construimos ciudades horrendas, edificios grises y jaulas
de pájaros en las que nos encerramos dichosos, y como si eso fuera
poco, ya prisioneros en estas cajas blancas, sentados en alguna
deformación plástica, sometimos la vista al brillo de una ridícula
pantalla, permitiéndole -incluso pagando para que así sea- cercenar
cualquier brote de creatividad que pudiéramos ofrecer. Nos alejamos
de la naturaleza, ¿entienden?
Se
escuchó, tras un breve silencio, el nombre de Jose que salía de los
roñosos labios de Sahara, que con un hilo de voz seguía
insistiendo. Tomó otro trago. Tomó fuerza. Tomó una botella de
agua y vació su contenido en la cabeza de Jose, que no respondió.
Las miradas encontraron donde posarse. No va a responder, le dije,
pero ella tampoco parecía escuchar, como si estuvieran ambos
protegidos por una pared de cemento y no hubiera más que ellos y
alrededor mesetas, mesetas interminables que debían recorrer porque,
lo sabemos, hay que llegar, aunque no sepamos donde. Aunque no
sepamos donde, hay que llegar. Y Jose no reaccionaba y ella no quería
hacer sola el camino. Jose, entonces, soñaba lo que sueña un
borracho terminal: con el dolor: la vida que se agrieta y los golpes
que uno ha sufrido parecen tener por donde volver a manifestarse,
pues si una vez fuiste capaz de soportarlos, y seguiste en pie,
rengueando pero en pie, entonces eres capaz de recibirlos nuevamente,
y por qué no varios a la vez. Muchos golpes, todo el sufrimiento de
una vida condensado en cosa de segundos. La mirada inexpresiva de
Jose no daba pistas sobre la tortura onírica que vivía entonces.
Parece una guagua, dijo una niña que estaba un par de mesas más
allá, riéndose, tomándole una foto que de seguro debe estar dando
vueltas por las redes sociales y en la que, según conversábamos más
tarde con Kopek, demás que aparecíamos nosotros también. Y si,
acto de fortuna, no salíamos en esa, lo hacíamos en cualquiera de
la docena que tomaron después que Jose empezó a mearse. Cuando la
pesadilla llegaba a su punto más alto.
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