1
Ya
había entrado en los treinta y a regañadientes empezaba a
comportarme como todo lo que se dice un adulto responsable. Vale
decir: tenía un trabajo serio, pagaba las cuentas, me dormía
temprano y hasta planchaba las camisas. Incluso en invierno, cuando
de estas no se ve más que el cuello. Tomar conciencia de tan fuerte
cambio -la adultez, no lo de las camisas-, me ponía, aquellos días
más largos, tan triste que hasta me dolía el pelo. Entonces,
aquejado de melancolía, repetía viejos hábitos con los que
esperaba volver a sentir el calor de la juventud vivida sin
preocupaciones, la misma que disfrutan de forma ejemplar los
inmortales. Hábitos como leer a Hermann Hesse -tras las primeras
cuarenta páginas me daba cuenta que el ejercicio no resultaba, que
el libro ya no era el mismo de hace quince años- o visitar el
Neruda. Allí a veces, bajo el mismo efecto que produce la lectura
prolongada del alemán, me sumía en un patetismo del que era difícil
salir, pero otras -noches valiosas- algo pasaba: como un regalo de la
vida ciertas estrellas se alineaban y múltiples eventos azarosos
alargaban sus brazos eléctricos hasta donde me sentaba -junto a la
ventana de la habitación del medio-, descargando su energía,
permitiéndome recibir un golpe que colmaba mi espíritu de
cualquiera sea el material que lo conforma. Como la noche en que vi
por primera vez a Jose y Sahara.
Aquella
vez nos juntamos con Kopek en plaza Perú para trabajar en el
proyecto que hacía un par de meses habíamos montado. Al cruzar la
plaza, esquivando todo tipo de aberraciones, divisé a un tipo
extraño que sostenía una enorme caja de cartón y esperaba junto a
la librería Qué leo, tras un pilar cuya sombra le daba cierto aire
de misterio. Asumí, por la caja, que era él, así que le pegué un
grito y prontamente abandonó las tinieblas, cruzó la calle y tras
un par de palabras recorrimos el centro penquista en busca de un
lugar tranquilo donde conversar. Esa Mustaf, dijo, o algo así. No
recuerdo muy bien cómo inició el asunto. Por supuesto que me
acuerdo de la caja, cómo olvidarla, y de que nos juntamos en plaza
Perú, pero no estoy seguro de hacia donde caminamos ni durante
cuánto tiempo estuvimos dando vueltas por la ciudad. Quizás
entramos a algún otro lugar antes y no nos gustó el ambiente o
tenían cerrada la cocina. Si ocurrió, no tiene mayor importancia.
Se, eso sí, que llegamos al Neruda y pedimos borgoña.
Allí
todo el mundo hablaba. El ruido, a pesar de ser constante, no era
desagradable, y cada tanto cesaba para dar paso a la música que
salía de esos roñosos parlantes que quién sabe cómo se sostienen
junto a los ventiladores -que también por milagro no han cercenado
los miembros de ningún comensal-. ¿Qué sonaba esa noche? Lo mismo
de siempre. Con otros amigos teníamos la teoría de que los
parlantes estaban conectados a una radio vieja, donde nunca nadie
había sacado el casette que hace veinte o treinta años el dueño
puso y dejo correr noche tras noche.
Luego
de hacer salud un par de veces, Kopek, sin perder de vista la caja,
comenzó a desvariar sobre cómo debían funcionar los viajes en el
tiempo. Se extendió por más de diez minutos, en los que mis
intervenciones se redujeron a escuetos gestos con la cabeza,
automáticos ante el delirio que exponía. Según él, el tiempo
giraba en espiral, lo que explicaba el aparente carácter cíclico de
este. Repetimos, decía, una y otra vez las mismas acciones,
maquilladas por el contexto y esta supuesta idea de madurez que
asumimos al crecer. Por tanto, solo podemos viajar a un punto
paralelo de la espiral, ¿me entiendes?, preguntaba, y yo, que no le
entendía mucho, asentía esperando que se acabara esa parte de la
conversación. Recordar es viajar en el tiempo, sugería Kopek. Los
recuerdos nos visitan cuando algo ocurre, algo que comparta la misma
esencia del evento que salta desde nuestra memoria. Claro Kopek, eso
es muy interesante, le dije mientras llenaba su caña con borgoña y
Sahara, que se había sentado con Jose hacía un rato en la mesa del
lado, soltaba su propio discurso. Jose, impávido, la escuchaba. Mi
mamá, decía ella, esa vieja zorra, me quiere sacar la puerta de la
pieza porque dice que yo me dedico a puro maraquear, y yo le dije que
qué anda weando ella de maraquear, que con qué cara, y ella me dice
que con la única cara que tiene y que yo no era nadien para decirle
nada y ahí sí que me ardió la zorra Jose, porque una se saca la
cresta para ganar un par de chauchas y la vieja ni se acuerda de
todas las veces que la he llevado al supermercado a comprar weás
para la casa, no se acuerda de todos los taper que le he comprado, si
parece que está obsesionada con los taper y anda todo el día
hablando de los taper y que si le prestó uno a la señora Nicol y
que tu prima que se llevó uno y que por qué sus taper estaban en la
casa del Pato, mira po, de eso se da cuenta altiro, pero no cacha que
una igual trabaja como animal toda la semana y si quiero estar con un
mino en mi casa qué tanta weá. Sí o no Jose. Y Jose, desviando la
mirada, asentía con la cabeza.
Durante
mucho tiempo ambos siguieron exponiendo sus inquietudes frente a la
existencia. Por lejos la exposición de Sahara era más interesante
que la de Kopek, así que traté de seguirla sin perder el hilo de la imbricada teoría que este seguía presentándome.
Sahara le decía que su madre no era capaz de sacar la puerta, porque
no tenía fuerza. Toda su energía se perdía en acciones ridículas,
como criticar las vidas de las vecinas, criticar las vidas de los
famosos que aparecían en televisión, criticar la vida de los
personajes que aparecían en la teleserie que veía sagradamente a la
hora de once, y así. A la vieja zorra, según las palabras de su
hija, se le iba el mundo criticando a todo el mundo y no se daba cuenta que
ella era la que estaba más metida en la meca, que los ciento ochenta
kilos que pesaba no la hacían una gran mujer -quizás en esta parte
utilizó palabras más duras-. Jose, insistía, dime algo po, ¿tú
me entiendes? Y yo, que solo escuchaba durante las fracciones de
segundo en que Kopek juntaba aire para seguir su monólogo, creía
entender su punto, pero Jose, que la tenía de frente, no tenía idea
de qué pasaba, y no es que tuviera problemas cognitivos, tan solo
había tomado demasiado y a cualquier persona en ese estado se le
hubiera hecho difícil seguir hasta el argumento más anodino.
Sahara
seguía: no es llegar y sacar una puerta, y a menos que traiga al
Culebra Contreras para que le haga la pega, esta vieja no tiene cómo,
y si llegara, ella misma, a meterle mano a las bisagras, ¡ándate a
la cresta!, terminaría de raja en el suelo y en dos tiempos se
volvería a sentar al sillón, decía ella y Kopek la interrumpió,
doblando sus palabras y preguntándole si acaso le interesaba el tema
del tiempo. Le pegué unas patadas discretas al principio, pero
agresivas cuando pasó a dibujar en una servilleta el esquema sobre
cómo se movía el tiempo. ¿En qué nos estamos metiendo?, pensé,
mientras observaba cómo Sahara abría la boca y alternaba su vista
en la servilleta y el rostro de Kopek, dando la impresión de que
ambas imágenes eran indescifrables. Qué chucha, le decía ella, y
Kopek, sin escucharla, repetía el mismo discurso que me había
presentado tan solo unos minutos atrás.
2
Qué
misteriosos destinos son a los que llegamos por caminos que parecen
simples y vulgares. Sabiendo que lo son, entonces, por qué no
recorrer sin más las vías complejas, esas llenas de piedras filosas
y troncos atravesados, troncos putrefactos y enormes que parecieran
ocultar lo que hay delante pero que al final solo buscan que te des
un momento para observar, detenidamente, cuánta vida hay en el
pestañeo de un insecto.
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