miércoles, 10 de julio de 2019

Círculos celestes

1
Ya había entrado en los treinta y a regañadientes empezaba a comportarme como todo lo que se dice un adulto responsable. Vale decir: tenía un trabajo serio, pagaba las cuentas, me dormía temprano y hasta planchaba las camisas. Incluso en invierno, cuando de estas no se ve más que el cuello. Tomar conciencia de tan fuerte cambio -la adultez, no lo de las camisas-, me ponía, aquellos días más largos, tan triste que hasta me dolía el pelo. Entonces, aquejado de melancolía, repetía viejos hábitos con los que esperaba volver a sentir el calor de la juventud vivida sin preocupaciones, la misma que disfrutan de forma ejemplar los inmortales. Hábitos como leer a Hermann Hesse -tras las primeras cuarenta páginas me daba cuenta que el ejercicio no resultaba, que el libro ya no era el mismo de hace quince años- o visitar el Neruda. Allí a veces, bajo el mismo efecto que produce la lectura prolongada del alemán, me sumía en un patetismo del que era difícil salir, pero otras -noches valiosas- algo pasaba: como un regalo de la vida ciertas estrellas se alineaban y múltiples eventos azarosos alargaban sus brazos eléctricos hasta donde me sentaba -junto a la ventana de la habitación del medio-, descargando su energía, permitiéndome recibir un golpe que colmaba mi espíritu de cualquiera sea el material que lo conforma. Como la noche en que vi por primera vez a Jose y Sahara.
Aquella vez nos juntamos con Kopek en plaza Perú para trabajar en el proyecto que hacía un par de meses habíamos montado. Al cruzar la plaza, esquivando todo tipo de aberraciones, divisé a un tipo extraño que sostenía una enorme caja de cartón y esperaba junto a la librería Qué leo, tras un pilar cuya sombra le daba cierto aire de misterio. Asumí, por la caja, que era él, así que le pegué un grito y prontamente abandonó las tinieblas, cruzó la calle y tras un par de palabras recorrimos el centro penquista en busca de un lugar tranquilo donde conversar. Esa Mustaf, dijo, o algo así. No recuerdo muy bien cómo inició el asunto. Por supuesto que me acuerdo de la caja, cómo olvidarla, y de que nos juntamos en plaza Perú, pero no estoy seguro de hacia donde caminamos ni durante cuánto tiempo estuvimos dando vueltas por la ciudad. Quizás entramos a algún otro lugar antes y no nos gustó el ambiente o tenían cerrada la cocina. Si ocurrió, no tiene mayor importancia. Se, eso sí, que llegamos al Neruda y pedimos borgoña.
Allí todo el mundo hablaba. El ruido, a pesar de ser constante, no era desagradable, y cada tanto cesaba para dar paso a la música que salía de esos roñosos parlantes que quién sabe cómo se sostienen junto a los ventiladores -que también por milagro no han cercenado los miembros de ningún comensal-. ¿Qué sonaba esa noche? Lo mismo de siempre. Con otros amigos teníamos la teoría de que los parlantes estaban conectados a una radio vieja, donde nunca nadie había sacado el casette que hace veinte o treinta años el dueño puso y dejo correr noche tras noche.
Luego de hacer salud un par de veces, Kopek, sin perder de vista la caja, comenzó a desvariar sobre cómo debían funcionar los viajes en el tiempo. Se extendió por más de diez minutos, en los que mis intervenciones se redujeron a escuetos gestos con la cabeza, automáticos ante el delirio que exponía. Según él, el tiempo giraba en espiral, lo que explicaba el aparente carácter cíclico de este. Repetimos, decía, una y otra vez las mismas acciones, maquilladas por el contexto y esta supuesta idea de madurez que asumimos al crecer. Por tanto, solo podemos viajar a un punto paralelo de la espiral, ¿me entiendes?, preguntaba, y yo, que no le entendía mucho, asentía esperando que se acabara esa parte de la conversación. Recordar es viajar en el tiempo, sugería Kopek. Los recuerdos nos visitan cuando algo ocurre, algo que comparta la misma esencia del evento que salta desde nuestra memoria. Claro Kopek, eso es muy interesante, le dije mientras llenaba su caña con borgoña y Sahara, que se había sentado con Jose hacía un rato en la mesa del lado, soltaba su propio discurso. Jose, impávido, la escuchaba. Mi mamá, decía ella, esa vieja zorra, me quiere sacar la puerta de la pieza porque dice que yo me dedico a puro maraquear, y yo le dije que qué anda weando ella de maraquear, que con qué cara, y ella me dice que con la única cara que tiene y que yo no era nadien para decirle nada y ahí sí que me ardió la zorra Jose, porque una se saca la cresta para ganar un par de chauchas y la vieja ni se acuerda de todas las veces que la he llevado al supermercado a comprar weás para la casa, no se acuerda de todos los taper que le he comprado, si parece que está obsesionada con los taper y anda todo el día hablando de los taper y que si le prestó uno a la señora Nicol y que tu prima que se llevó uno y que por qué sus taper estaban en la casa del Pato, mira po, de eso se da cuenta altiro, pero no cacha que una igual trabaja como animal toda la semana y si quiero estar con un mino en mi casa qué tanta weá. Sí o no Jose. Y Jose, desviando la mirada, asentía con la cabeza.
Durante mucho tiempo ambos siguieron exponiendo sus inquietudes frente a la existencia. Por lejos la exposición de Sahara era más interesante que la de Kopek, así que traté de seguirla sin perder el hilo de la imbricada teoría que este seguía presentándome. Sahara le decía que su madre no era capaz de sacar la puerta, porque no tenía fuerza. Toda su energía se perdía en acciones ridículas, como criticar las vidas de las vecinas, criticar las vidas de los famosos que aparecían en televisión, criticar la vida de los personajes que aparecían en la teleserie que veía sagradamente a la hora de once, y así. A la vieja zorra, según las palabras de su hija, se le iba el mundo criticando a todo el mundo y no se daba cuenta que ella era la que estaba más metida en la meca, que los ciento ochenta kilos que pesaba no la hacían una gran mujer -quizás en esta parte utilizó palabras más duras-. Jose, insistía, dime algo po, ¿tú me entiendes? Y yo, que solo escuchaba durante las fracciones de segundo en que Kopek juntaba aire para seguir su monólogo, creía entender su punto, pero Jose, que la tenía de frente, no tenía idea de qué pasaba, y no es que tuviera problemas cognitivos, tan solo había tomado demasiado y a cualquier persona en ese estado se le hubiera hecho difícil seguir hasta el argumento más anodino.
Sahara seguía: no es llegar y sacar una puerta, y a menos que traiga al Culebra Contreras para que le haga la pega, esta vieja no tiene cómo, y si llegara, ella misma, a meterle mano a las bisagras, ¡ándate a la cresta!, terminaría de raja en el suelo y en dos tiempos se volvería a sentar al sillón, decía ella y Kopek la interrumpió, doblando sus palabras y preguntándole si acaso le interesaba el tema del tiempo. Le pegué unas patadas discretas al principio, pero agresivas cuando pasó a dibujar en una servilleta el esquema sobre cómo se movía el tiempo. ¿En qué nos estamos metiendo?, pensé, mientras observaba cómo Sahara abría la boca y alternaba su vista en la servilleta y el rostro de Kopek, dando la impresión de que ambas imágenes eran indescifrables. Qué chucha, le decía ella, y Kopek, sin escucharla, repetía el mismo discurso que me había presentado tan solo unos minutos atrás.
2
Qué misteriosos destinos son a los que llegamos por caminos que parecen simples y vulgares. Sabiendo que lo son, entonces, por qué no recorrer sin más las vías complejas, esas llenas de piedras filosas y troncos atravesados, troncos putrefactos y enormes que parecieran ocultar lo que hay delante pero que al final solo buscan que te des un momento para observar, detenidamente, cuánta vida hay en el pestañeo de un insecto.

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