Preparaba
mis materiales para la clase de esa tarde cuando llegó con la
computadora entre los brazos. Sin entregar una pista sobre lo que iba
a ocurrir, apartó los cuadernos que tenía en la mesa e instaló su
máquina, cuya pantalla se iluminó tras presionar un botón que no
alcancé a identificar. Me pareció que no era el momento para
hablar: que algo iba a ocurrir y a partir de entonces podríamos
intercambiar información al respecto, por tanto cualquier
intervención sería innecesaria, pues palidecería en contraste a lo
que se venía. Su vista puesta en la pantalla. Sus dedos guiaban la
flechita que buscaba por donde acceder a la mecha por encender.
Paciente, seguí sus movimientos, distanciado de pensamientos
anteriores. Mis clases, por supuesto. En pocas horas llegaría un
grupo de alumnos al instituto y harían como que les interesa la
escritura formal, tan necesaria, se repetirían casi convencidos,
para su formación académica. Y, así como yo, esperarían el
momento en que otra mecha se encendiera, la de sus vidas distanciadas
de cualquier responsabilidad, esa que iniciaba una o dos horas tras
el final de las clases. Volver a considerarlo me irritaba, por lo que
no fue difícil acercar mi atención en su espalda -recta otra vez-,
su expresión de satisfacción y una frase expresada con tal gozo que
era incapaz de advertir el cariz de la información que estaba por
transmitirse: aquí está -dijo-. Lee esto.
En
nuestro departamento éramos cinco profesores, y solo a ella podía
tolerarla. Era un año mayor que yo, pero se comportaba, muchas
veces, como si tuviera veinticinco. Es que tú te comportas como si
tuvieras cuarenta, me decía, y esa era la puerta a una de nuestras
discusiones de mentiritas que tanto nos entretenían. Tal vez por eso
nos llevábamos bien. Compartíamos algunos gustos -aunque era mucho
más en lo que diferíamos. Por ejemplo, ella era devota, a niveles
bíblicos, del Frente amplio- y con eso, supongo, bastaba para
acercarnos, pues con alguien teníamos que hablar y, si me permites
la sinceridad, el resto de colegas me parecían unos patanes
consumados. Ella era más tolerante y hasta le divertían mis
arranques de acritud.
Eso explica, y recién ahora lo entiendo, su expresión de felicidad
al mostrarme esa noticia.
Al
principio creí que se alegraba por haber encontrado el enlace, pero
puede que siempre supiera donde estaba y todo ese llevar la flechita
de aquí para allá no fuera más que una maniobra elaborada, un show
de malabaristas y compadres caminando la cuerda floja, el conjunto
que prepara el campo para el golpe maestro. Para el tipo que entra al
cañón y sale disparado fuera de la carpa. Y cuando giró el
computador y la pantalla estaba frente a mí, a tal distancia que
pude distinguir, muy rápido, un nombre familiar en el titular; en
ese momento, cuando dijo es terrible, ahí se prendía la mecha, la
misma que yo pensaba incendiaría barriles de pólvora a kilómetros
de donde estábamos y nos permitiría ver arder una barcaza
alejándose en el mar, pero que en realidad estaba conectada al cañón
donde esperaba a ser lanzado el hombre bala, quien, obviamente,
apuntaba directo hacia mí.
Ella
era la que disponía el espectáculo para el público. Yo era el
público, pero a la vez era el espectáculo, así como ella era el
público también.
Qué
estupidez, le dije. No puedo creer que hayamos caído tan bajo,
repetí lastimosamente. Cierto, respondía, saboreando el momento en
que mi espíritu se desmoronaba. He de decirlo: solté un par de
garabatos. A pesar de que no comparto el uso del garabato, no pude
resistirme, la ocasión me llevó a disparar contundentes perdigones
contra quienes sindicaba como responsables de lo que ocurría
-primero los autores, luego la editorial y al final, pasados unos
minutos en que conversamos el asunto, la sociedad completa-.
Por
la cresta del mono, repetía mientras daba vueltas por la casa,
buscando un cuaderno donde tenía todas las notas del semestre, el
mismo al que hacía seis días le había perdido el rastro. Antes, en
el instituto, le había preguntado a mis estudiantes -sintiendo
todavía en mi ánimo el efecto devastador que tuvo la noticia- si
conocían a White. La mayoría pensó que me refería del personaje
de Breaking bad y la minoría, esos que se sentaban hasta el final de
la sala, ni escuchó mi pregunta. Claro que no, les dije. Buscando en
los restos de fuerzas espirituales que dejó mi vocación -que
también había perdido, pero mucho antes-, saqué fuerzas de la
misma nada y les di un par de antecedentes sobre White, con la
ilusión de que al menos uno dijera que su nombre le parecía
familiar. Por supuesto, nadie sabía sobre él. Ninguno de esos
chicos conocía a White y menos habían leído alguno de sus libros.
No habían tenido el placer de degustar su prosa, esa mirífica
prosa, cuyo crecimiento patente la llevaba a un punto cumbre en su
cuarta novela, La ropa lavada. Recordar el ritmo y la
elegancia de su escritura me transportaba a lugares más atractivos,
donde una suave brisa revolvía diminutas pelusas que viajaban
tranquilamente por el aire, justo frente a mis ojos, como si la vida
fuera el campo de las dulces ensoñaciones que colmaban mis
pensamientos cuando niño. De alguna forma llegamos a creer en ellas,
pues la vastedad del tiempo por vivir, sumado a la percepción que
tenemos de este cuando somos cabros -parece infinito-, nos hace creer
que todo es posible y que la amargura pasajera de ciertos eventos no
es más que eso, un estadio temporal, especie de precio a pagar por
todo lo bueno que vendrá: lo que necesitamos experimentar -el dolor,
la pena, la desazón- para apreciar la miel que nos otorgará la
justicia suprema. Tarde nos damos cuenta de que no es así. Y mis
estudiantes, me pregunté, ¿se habrán dado cuenta ya? A veces
pienso que sí, y que esa indiferencia sostenida no es más que una
respuesta natural al descubrimiento de que la vida es finita y que
nuestras aspiraciones son fantasías irrealizables, respuesta que
busca protección ante la amargura de la existencia. Me parece que
dicen, en su extraño código, que quieren vivir múltiples
experiencias, pero sin que estas les causen ningún efecto duradero.
Por eso, me imagino, han construido este nuevo mundo digital. Todo
aquello lo pensé, por supuesto, mucho tiempo más tarde, por lo que
no alcancé a conversarlo con ellos. Para entonces ya era muy tarde.
Habían pasado meses desde que ninguno supo decirme quién era White.
Meses desde que me enteré de la publicación de ese polémico libro.
Meses desde que, esa misma noche -resignado ya a la desaparición del
cuaderno con notas-, recibía la llamada de ella, invitándome a su
departamento.
Contrario
a todos los rollos que me pasé mientras iba en camino, terminamos en
la azotea de su edificio, ella fumando y yo mirando centelleantes luces
entre la espesa noche. No hay caso con todo esto, me dijo, exhalando
una extensa bocanada de humo que al llegar a mi cara me causó picor
en los ojos. Con todo esto, no hay caso, repitió, señalando con su
mano extendida el resto de la ciudad. La gente, le respondí. Al
final, la noticia también le había causado un profundo malestar.
Según ella, llegábamos a un punto sin retorno. La vida privada
había desaparecido hacía mucho tiempo en nuestra sociedad, pero
incluso aceptándolo -y disfrutándolo-, manteníamos un cierto grado
de pudor aún, que nos permitía respetar siquiera una parte de lo
que era el otro. Era cosa de tiempo para que esa ínfima barrera
cediera. El espectáculo no podía flaquear.
Desde
este punto uno puede gritar con todas sus fuerzas y nadie te va a
escuchar, porque estamos muy alto y el sonido no llega al ser humano
más cercano, a excepción de ti, claro, dijo ella antes de aspirar
hondo y soltar un agudo grito que pareció amplificarse cuando puso
sus manos alrededor de la cara y las acercó a su boca buscando un
efecto de bocina. El grito, estrepitoso, duró unos cinco segundos.
Tras estos, el silencio absoluto. ¿Ves?, insistió, inténtalo tú,
sirve para descargarse. Tras pensarlo un momento, algo mareado por el
humo que sin querer había aspirado durante esa velada, le dije que
no veía caso al asunto. No cambiaría nada. Me sentiría mejor si
esos tarados no publicaran el libro, añadí, pero eso no va a pasar.
Ella soltó otro grito. Comenzó con un ¡¡¡AAAA!!!, y luego se
extendió en un ¡¡¡AAALGÚN DÍA VAN A PUBLICAR TU HISTORIAL DE
INTERNET TAMBIÉN!!! Cuando llegó al también ya casi no le quedaba
aire y se dobló, apoyándose en las rodillas. Yo sabía que estaba
loca, lo noté desde el primer día en que la conocí, pero a pesar
de ello, cada tanto mostraba una lucidez admirable. Esto le permitió
vaticinar en forma de griterío -toda una profeta ultramoderna- lo
que ocurriría seis años más tarde. Todo se va a saber, prosiguió,
y así como publican el historial de White, después van a ser sus
correos electrónicos, sus conversaciones por chat, las cartolas del
banco. Todo. Y después de White, otras figuras públicas, y ahí el
escándalo. Y después todos los demás. Más escándalo. Y la
vergüenza que sentiremos apenas nos va a dejar vernos a los ojos.
Entonces se nos van a presentar dos posibilidades: o nadie vuelve a
confiar en los otros o empezamos a actuar con total transparencia, de
una vez por todas. Va a ser el fin del mundo como lo conocemos.
El
fin del mundo, dije yo, habiéndola escuchado con mucha atención.
Saboreé las palabras y, con el ánimo encendido, lancé un grito con
tanta fuerza que me llegó a doler la espalda. Tras un breve respiro,
escuchamos una voz apagada que llegaba desde otro edificio. ¡Dejen
de gritar o llamo a los pacos!
Nos reímos tanto esa noche.
No hay comentarios:
Publicar un comentario