domingo, 19 de mayo de 2019

Los vidrios negros

Preparaba mis materiales para la clase de esa tarde cuando llegó con la computadora entre los brazos. Sin entregar una pista sobre lo que iba a ocurrir, apartó los cuadernos que tenía en la mesa e instaló su máquina, cuya pantalla se iluminó tras presionar un botón que no alcancé a identificar. Me pareció que no era el momento para hablar: que algo iba a ocurrir y a partir de entonces podríamos intercambiar información al respecto, por tanto cualquier intervención sería innecesaria, pues palidecería en contraste a lo que se venía. Su vista puesta en la pantalla. Sus dedos guiaban la flechita que buscaba por donde acceder a la mecha por encender. Paciente, seguí sus movimientos, distanciado de pensamientos anteriores. Mis clases, por supuesto. En pocas horas llegaría un grupo de alumnos al instituto y harían como que les interesa la escritura formal, tan necesaria, se repetirían casi convencidos, para su formación académica. Y, así como yo, esperarían el momento en que otra mecha se encendiera, la de sus vidas distanciadas de cualquier responsabilidad, esa que iniciaba una o dos horas tras el final de las clases. Volver a considerarlo me irritaba, por lo que no fue difícil acercar mi atención en su espalda -recta otra vez-, su expresión de satisfacción y una frase expresada con tal gozo que era incapaz de advertir el cariz de la información que estaba por transmitirse: aquí está -dijo-. Lee esto.

En nuestro departamento éramos cinco profesores, y solo a ella podía tolerarla. Era un año mayor que yo, pero se comportaba, muchas veces, como si tuviera veinticinco. Es que tú te comportas como si tuvieras cuarenta, me decía, y esa era la puerta a una de nuestras discusiones de mentiritas que tanto nos entretenían. Tal vez por eso nos llevábamos bien. Compartíamos algunos gustos -aunque era mucho más en lo que diferíamos. Por ejemplo, ella era devota, a niveles bíblicos, del Frente amplio- y con eso, supongo, bastaba para acercarnos, pues con alguien teníamos que hablar y, si me permites la sinceridad, el resto de colegas me parecían unos patanes consumados. Ella era más tolerante y hasta le divertían mis arranques de acritud. Eso explica, y recién ahora lo entiendo, su expresión de felicidad al mostrarme esa noticia.

Al principio creí que se alegraba por haber encontrado el enlace, pero puede que siempre supiera donde estaba y todo ese llevar la flechita de aquí para allá no fuera más que una maniobra elaborada, un show de malabaristas y compadres caminando la cuerda floja, el conjunto que prepara el campo para el golpe maestro. Para el tipo que entra al cañón y sale disparado fuera de la carpa. Y cuando giró el computador y la pantalla estaba frente a mí, a tal distancia que pude distinguir, muy rápido, un nombre familiar en el titular; en ese momento, cuando dijo es terrible, ahí se prendía la mecha, la misma que yo pensaba incendiaría barriles de pólvora a kilómetros de donde estábamos y nos permitiría ver arder una barcaza alejándose en el mar, pero que en realidad estaba conectada al cañón donde esperaba a ser lanzado el hombre bala, quien, obviamente, apuntaba directo hacia mí.

Ella era la que disponía el espectáculo para el público. Yo era el público, pero a la vez era el espectáculo, así como ella era el público también.

Qué estupidez, le dije. No puedo creer que hayamos caído tan bajo, repetí lastimosamente. Cierto, respondía, saboreando el momento en que mi espíritu se desmoronaba. He de decirlo: solté un par de garabatos. A pesar de que no comparto el uso del garabato, no pude resistirme, la ocasión me llevó a disparar contundentes perdigones contra quienes sindicaba como responsables de lo que ocurría -primero los autores, luego la editorial y al final, pasados unos minutos en que conversamos el asunto, la sociedad completa-.

Por la cresta del mono, repetía mientras daba vueltas por la casa, buscando un cuaderno donde tenía todas las notas del semestre, el mismo al que hacía seis días le había perdido el rastro. Antes, en el instituto, le había preguntado a mis estudiantes -sintiendo todavía en mi ánimo el efecto devastador que tuvo la noticia- si conocían a White. La mayoría pensó que me refería del personaje de Breaking bad y la minoría, esos que se sentaban hasta el final de la sala, ni escuchó mi pregunta. Claro que no, les dije. Buscando en los restos de fuerzas espirituales que dejó mi vocación -que también había perdido, pero mucho antes-, saqué fuerzas de la misma nada y les di un par de antecedentes sobre White, con la ilusión de que al menos uno dijera que su nombre le parecía familiar. Por supuesto, nadie sabía sobre él. Ninguno de esos chicos conocía a White y menos habían leído alguno de sus libros. No habían tenido el placer de degustar su prosa, esa mirífica prosa, cuyo crecimiento patente la llevaba a un punto cumbre en su cuarta novela, La ropa lavada. Recordar el ritmo y la elegancia de su escritura me transportaba a lugares más atractivos, donde una suave brisa revolvía diminutas pelusas que viajaban tranquilamente por el aire, justo frente a mis ojos, como si la vida fuera el campo de las dulces ensoñaciones que colmaban mis pensamientos cuando niño. De alguna forma llegamos a creer en ellas, pues la vastedad del tiempo por vivir, sumado a la percepción que tenemos de este cuando somos cabros -parece infinito-, nos hace creer que todo es posible y que la amargura pasajera de ciertos eventos no es más que eso, un estadio temporal, especie de precio a pagar por todo lo bueno que vendrá: lo que necesitamos experimentar -el dolor, la pena, la desazón- para apreciar la miel que nos otorgará la justicia suprema. Tarde nos damos cuenta de que no es así. Y mis estudiantes, me pregunté, ¿se habrán dado cuenta ya? A veces pienso que sí, y que esa indiferencia sostenida no es más que una respuesta natural al descubrimiento de que la vida es finita y que nuestras aspiraciones son fantasías irrealizables, respuesta que busca protección ante la amargura de la existencia. Me parece que dicen, en su extraño código, que quieren vivir múltiples experiencias, pero sin que estas les causen ningún efecto duradero. Por eso, me imagino, han construido este nuevo mundo digital. Todo aquello lo pensé, por supuesto, mucho tiempo más tarde, por lo que no alcancé a conversarlo con ellos. Para entonces ya era muy tarde. Habían pasado meses desde que ninguno supo decirme quién era White. Meses desde que me enteré de la publicación de ese polémico libro. Meses desde que, esa misma noche -resignado ya a la desaparición del cuaderno con notas-, recibía la llamada de ella, invitándome a su departamento.

Contrario a todos los rollos que me pasé mientras iba en camino, terminamos en la azotea de su edificio, ella fumando y yo mirando centelleantes luces entre la espesa noche. No hay caso con todo esto, me dijo, exhalando una extensa bocanada de humo que al llegar a mi cara me causó picor en los ojos. Con todo esto, no hay caso, repitió, señalando con su mano extendida el resto de la ciudad. La gente, le respondí. Al final, la noticia también le había causado un profundo malestar. Según ella, llegábamos a un punto sin retorno. La vida privada había desaparecido hacía mucho tiempo en nuestra sociedad, pero incluso aceptándolo -y disfrutándolo-, manteníamos un cierto grado de pudor aún, que nos permitía respetar siquiera una parte de lo que era el otro. Era cosa de tiempo para que esa ínfima barrera cediera. El espectáculo no podía flaquear.

Desde este punto uno puede gritar con todas sus fuerzas y nadie te va a escuchar, porque estamos muy alto y el sonido no llega al ser humano más cercano, a excepción de ti, claro, dijo ella antes de aspirar hondo y soltar un agudo grito que pareció amplificarse cuando puso sus manos alrededor de la cara y las acercó a su boca buscando un efecto de bocina. El grito, estrepitoso, duró unos cinco segundos. Tras estos, el silencio absoluto. ¿Ves?, insistió, inténtalo tú, sirve para descargarse. Tras pensarlo un momento, algo mareado por el humo que sin querer había aspirado durante esa velada, le dije que no veía caso al asunto. No cambiaría nada. Me sentiría mejor si esos tarados no publicaran el libro, añadí, pero eso no va a pasar. Ella soltó otro grito. Comenzó con un ¡¡¡AAAA!!!, y luego se extendió en un ¡¡¡AAALGÚN DÍA VAN A PUBLICAR TU HISTORIAL DE INTERNET TAMBIÉN!!! Cuando llegó al también ya casi no le quedaba aire y se dobló, apoyándose en las rodillas. Yo sabía que estaba loca, lo noté desde el primer día en que la conocí, pero a pesar de ello, cada tanto mostraba una lucidez admirable. Esto le permitió vaticinar en forma de griterío -toda una profeta ultramoderna- lo que ocurriría seis años más tarde. Todo se va a saber, prosiguió, y así como publican el historial de White, después van a ser sus correos electrónicos, sus conversaciones por chat, las cartolas del banco. Todo. Y después de White, otras figuras públicas, y ahí el escándalo. Y después todos los demás. Más escándalo. Y la vergüenza que sentiremos apenas nos va a dejar vernos a los ojos. Entonces se nos van a presentar dos posibilidades: o nadie vuelve a confiar en los otros o empezamos a actuar con total transparencia, de una vez por todas. Va a ser el fin del mundo como lo conocemos.

El fin del mundo, dije yo, habiéndola escuchado con mucha atención. Saboreé las palabras y, con el ánimo encendido, lancé un grito con tanta fuerza que me llegó a doler la espalda. Tras un breve respiro, escuchamos una voz apagada que llegaba desde otro edificio. ¡Dejen de gritar o llamo a los pacos! 

Nos reímos tanto esa noche.

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